Un perro llamado miau

02 jun 2017 / 11:21 H.

Recuerdo que de chaval, durante el transcurso de unos ejercicios espirituales en el colegio, me sobrecogió escuchar la vida y milagros de San Simeón el Estilita, casto varón que allá por el siglo V se pasó 47 años —de los 79 que vivió— subido en una columna intentando desprenderse de todo bien terrenal para mejor servir a Dios. Antes de tal decisión, según cuentan sus hagiógrafos, probó enclaustrarse en una cueva ermitaña y vivir en soledad, pero la vida como troglodita le pareció extremadamente fastuosa, toda vez que aún seguía contando con un techo que lo cobijara del relente nocturno del desierto. Así tuvo la feliz idea de encaramarse a la columna en cuestión y experimentar sobre ella, durante casi medio siglo, el vértigo existencial de virtudes tan loables como la castidad y la pobreza voluntaria.

Ahora, pasados los años, aún sigue reconfortándome evocar la vida ejemplar de San Simeón el Estilita, que ante todo supo elegir a qué columna subirse para darle sentido a su vida. De haberse topado con la columna del poder, siempre tan sugerente y tentadora, y haber caído en las garras impías del hermano capitalismo, que diría el seráfico San Francisco, hoy más que ser venerado en la nómina del santoral habría sufrido el dudoso escarnio de pertenecer a la lista de “ilustres pobres” que a ganar un poquito menos de muchísimo lo llaman perder.

Por lo visto, los seres humanos, con nuestras debilidades terrenales, no tenemos remedio posible. También Cristo —que fundó la Iglesia— fue engañado y traicionado por Judas, precisamente el tesorero administrador de los modestos bienes de la primera comunidad cristiana, y eso que entonces no había paraísos fiscales en los que ser tentados por la serpiente de la corrupción.

De la ejemplar vida de San Simeón el Estilita saqué la útil enseñanza de no subirme para hacer penitencia a otra columna que no fuera esta de Diario JAÉN, en la que algunos viernes escribo como purga de mi alma. Aunque inevitablemente he de padecer los ecos cotidianos de los líderes populistas que se comportan como aquel vecino que tuve, dueño de un perro y un gato. Al primero le puso por nombre “miau”, y al segundo “guau”, de tal modo que cuando llamaba al gato por su nombre, acudía el perro, y viceversa. Lo malo fue que aquella confusión tan divertida lo llevó a alimentar al perro como un gato, y al felino como a un perro, siendo mordido y arañado por ambos.

Para el líder populista lo de menos es que el ciudadano sea perro o sea gato, sino que a sus maullidos responda ladrando. Eso lo saben de sobra los populistas que se refugian en el nacionalismo, porque este, como el tabaco, solo les gusta a los que se lo fuman. Son como el humo ajeno, que acaba cegando a quien lo exhala y asfixiando a quien no tiene más remedio que respirarlo. La ley antitabaco mandó a los fumadores a fumar a la calle, pero, por desgracia, no hay una calle disponible donde mandar a los nacionalistas a que se fumen su nacionalismo populista.

La lección primera que debe aprender todo político es que solo a los enamorados y a los poetas, que creen en lo imposible, les está permitido decir lo que piensan. Y a la vista está, tarde o temprano a los enamorados se los acaba tragando el desamor y la desidia de lo cotidiano, y a los poetas... ¡Ay, a los poetas no los toma en serio nadie! Sin embargo fue un poeta, precisamente, quien dijo que unas veces por prudencia y otras por cautela nos paren con cuentos, nos mecen con cuentos, y a la luz de cuatro cuentos, y con los pies por delante, acaban aupándonos a la columna de la Eternidad.

Estamos sujetos a la inexorable ley de Murphy, la cual no conocía San Simeón el Estilita, que tenía mucho de poeta, y por ello no se cayó de la columna en 47 años, ni oyó a los perros y los gatos pelearse: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”.

Dicen que el tal Murphy fue más expeditivo al formular la segunda parte de su famosa ley: “Es inútil hacer cualquier cosa a prueba de ineptos, porque los ineptos suelen ser muy ingeniosos”. Sobre todo cuando aspiran a subirse a la columna del poder y no bajarse de ella en décadas.