Un monumento teatral

18 feb 2024 / 09:34 H.
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No hay nada más desafiante y subversivo que la belleza”, afirma un personaje de la obra teatral “El cuerpo más bonito que se habrá encontrado nunca en este lugar”, del autor catalán Josep María Miró (Prats de Lluçanès, 1977). Este monólogo, lleno de dureza poética, de poesía dura, sombrío, luminoso, devastador y, efectivamente, hermosísimo, conecta de manera colosal con la esencia misma del teatro, con el tronco inicial y fundador del arte escénico: supone, de una manera clamorosa, que no se había visto sobre un escenario durante los últimos años, un encuentro brillantísimo con la palabra y el actor. Porque el teatro sustancialmente es palabra y actor. Y sobre las tablas del madrileño Teatro de La Abadía se unen el colosal texto de Josep María Miró y la actuación sublime, contenida, estremecedora, de Pere Arquillué, en la manera que el propio dramaturgo ha reivindicado en algún ensayo: “Esta es la magia del teatro, donde confluyen código, convención, verdad, mentira, artificio y emoción, siempre al servicio de la representación”. El intérprete está solo sobre el escenario, alumbrado por un foco, ataviado de negro, allí, con su talento y su voz, para dar vida a los cinco personajes de la obra, únicamente con variaciones en el tono de la voz y en el gesto de su rostro, pero consigue incluso algo inquietante, que sus palabras lleguen como un susurro a cada espectador, como de manera individual, y cada cual termina visualizando la historia, finalmente se tiene la sensación de que se han visto muchos personajes, pero sobre el escenario únicamente estaba el magistral Pere Arquillué. El joven Albert aparece brutalmente asesinado en el campo, con los genitales arrancados. La obra es una fábula rural. “Era el chico más guapo del instituto. De la comarca”, dice Julia, su profesora y amante. “Albert, con solo 17 años, se había tirado a medio pueblo (...) Habría acabado tirándose a todo el mundo y habría sido el apocalipsis del pueblo”, afirma Eliseu, travestido, amigo de Albert y el gran amor del padre del muchacho, Ramis, el auténtico protagonista aunque no hable en la obra. Ramis se ahorcó en una higuera tras un día de felicidad junto a su hijo en la playa.

La autoría del crimen no importa al autor, que no juzga a sus personajes, le interesa dejar un reflejo de los extraños recovecos del alma humana, del insondable impulso del deseo, de mostrar los hondos arañazos vitales que sufren los marginados. Porque existe ahora un abundante teatro político, que defiende unas ideas a través de la ficción o del teatro documento, pero casi han quedado en el olvido los marginados. José María Rodríguez Méndez los hizo protagonistas en “Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga” o, más aún, en “Un hombre llamado Flor de Otoño”, ambas piezas estrenadas a finales de los 70. Y Miró recupera brillante y dolorosamente a los débiles. “En el pueblo no hay que destacar si no quieres ponerte en peligro. Los adolescentes que amenazan acaban teniendo las mejores casas y cargos (...) se impone la selección natural de los que pegan más fuerte”, se lamenta Eliseu. El texto está lleno de furia y poesía. También aparece envuelto en misticismo, refleja la tradición cristiana. José Ruibal, dramaturgo de la vanguardia española de los 70, repetía: “En España somos estúpidamente laicos”. Hay en esta obra muerte y resurrección. “¿A qué hora te gustaría morir?”. Se trata, como alguien ha escrito, de un estremecedor monumento literario. Teatro/teatro.

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