Un Gótico “demasiado” flamígero

    19 jul 2020 / 11:25 H.
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    Cuando aún tenemos clavado en la retina el derrumbe de la parisina aguja de Notre Dame, los noticiarios nos muestran otras llamas brotando desde el rosetón, derretido, de la catedral de San Pedro y San Pablo en Nantes. Otro de los grandes monumentos históricos franceses y, por tanto, de esa Europa cuyo legado parece tocado por alguna extraña conjunción cósmica o, quizá, por un “mal de ojo” que parece llevarnos a épocas en las que no brillaba la tolerancia en cualquiera de sus acepciones. Hace apenas meses más de una docena de iglesias fueron atacadas en distintos puntos de Francia, víctimas de un vandalismo que solo se puede descifrar desde la óptica de un fundamentalismo religioso mal entendido. Hoy, sin ir mas lejos, las redes dejan entrever que estas llamas que aun levitan sobre la atónita mirada de propios y extraños podrían no ser fruto de un desgraciado accidente tal y como se apuntó con Notre Dame. Sea así o no, el gótico, el románico o el barroco, por citar distintos escalones del arte que nos ha alimentado en los últimos siglos, solo deberían tener el apellido “flamígero” en los libros de historia. La realidad nunca debería estar ligada a llamas sobre las que pese la más mínima sospecha de ser inducidas, provocadas, alentadas o prendidas por intolerantes, fundamentalistas, mentes cerradas o perversos intereses políticos. Quiero creer que todos estos “accidentes” lo son realmente. Quiero estar convencido de que no hay una cerilla empujada sino que solo cayó por negligencia. Deseo acariciar la firme convicción de que hay un cortocircuito, un descuido, una chispa, una colilla, un soplo no intencionado tras este y otros sucesos. Las redes me inducen a lo contrario, pero me resisto. Los bomberos pueden acabar con las llamas físicas, apagar el brote flamígero que traspasa siglos, pero no están en disposición de sofocar el fulgor de las ideas obcecadas listas para el enfrentamiento salvaje, el fanatismo avasallador o el ataque sectario. Para extinguir esas llamaradas la mejor solución es el respeto a los demás, a los que comparten nuestra idea del mundo y a los que tienen otra visión diferente. Tampoco el arte bizantino escapa a dolorosos trances. Santa Sofía, la joya de Estambul, va a volver a ser reducida a mezquita dejando de pertenecer a la humanidad como museo abierto a todos. Y solo por un afán de hostil y fanática exclusión y de autoafirmación política de un régimen que antaño nos produjo la ilusión de una Turquía yendo mano a mano con occidente. Estas llamas no son de las que apagan las mangueras sino de las que necesitan la educación de todos para renacer. Decir que las llamas purifican es una cruel perversión que socava nuestra identidad. No lo olvidemos.

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