Últimas palabras

    24 oct 2022 / 16:34 H.
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    El asunto de las últimas palabras que alguien dice antes de morir se ha movido entre lo anecdótico y lo trascendental. El componente primero se lo da su carácter de respuesta rápida e ingeniosa, ese rasgo que era tan valorado en los salones parisinos y cuya sombra es el llamado esprit de l´escalier. Ya hablamos sobre eso anteriormente. El segundo, es claro, la estrecha cercanía a la muerte. Uno tiende a pensar que esas palabras que cierran una vida, tras las que alguien no dirá nunca nada más, encierran, incluso si de ello no es consciente quien las pronuncia, un significado especial. Esa tendencia es mayor si el protagonista sabe que va a morir, pero también se da cuando la muerte es inopinada y sorprende al fallecido. Cifra de la esencia de una persona, revelación del secreto de una vida, auscultación del presente o chispeante salida, broma intencionada, frase que involuntariamente crea un chiste, las últimas palabras han interesado a biógrafos, historiadores, escritores y lectores en general. Voy a intentar aquí clasificar un buen puñado de ellas que he ido recolectando a lo largo de años de lectura, indagando hasta donde me es posible en las fuentes de donde originalmente surgieron.

    Comencemos por las que podríamos llamar enigmáticas. Las más famosas son las de Goethe: “¡Luz, más luz!” Parece ser que debemos esta noticia a su médico, que, aunque no estuvo presente, las ha trasmitido a la posteridad. Yo las leí por primera vez en Ortega y Gasset (conocida es la afinidad de Ortega con Goethe, que al discípulo del primero, Julián Marías, gustaba llamar “amistad”), que las relaciona con el imperativo de claridad y con otras palabras del escritor alemán: “Yo me declaro del linaje de esos/ Que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.” Con ese estilo que tanto cala (o calaba) en la adolescencia y tanta vocación despierta (o despertaba), don José escribía: «Y a la hora de morir, en la plenitud de un día, cara a la primavera inminente, lanza en un clamor postrero un último deseo, la última saeta del viejo arquero ejemplar: “¡Luz, más luz!”. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, en la primera mitad del XIX. En la segunda, otro día 22, esta vez de mayo y en 1885, Víctor Hugo pronuncia sus últimas palabras: “Je vois la lumière noire”, “Veo la luz negra”. La noticia me la proporciona la introducción a Nuestra Señora de París en la edición de Cátedra, aunque no se da por segura. El contraste con las últimas palabras de Goethe más que pedir un intento de explicación sugiere dejarlo así y recrearse en su constatación.

    Otra categoría la pueden integrar las que tienen un toque de humor, ese con que el hombre encara a veces la muerte. Así, tenemos las de Saint-Gelais, poeta francés del Renacimiento, que tomo de los diarios de Jünger. Los médicos discutían junto a su lecho sobre su enfermedad y tratamiento. Saint-Gelais se volvió hacia la pared y dijo: “Señores, voy a poneros de acuerdo”, y murió. De humor involuntario podemos calificar aquellas del señor de Lagny, apasionado de las matemáticas, que recoge Paul Hazard en su libro sobre el pensamiento en el siglo XVIII: “cuando estaba moribundo y le decían en vano las cosas más tiernas, llegó el señor de Maupertuis y puso empeño en hacerle hablar: “Señor de Lagny, ¿el cuadrado de doce?” “Ciento cuarenta y cuatro”, respondió el enfermo con voz débil; y ya no dijo una palabra más”. Este tipo de humor que, al contacto con la muerte, se convierte en humor negro, aparece también en las últimas palabras del poeta Dylan Thomas. Las leo en una novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklyn: “cuando se agarró la monumental cogorza que le costó la vida, lo trasladaron con el hígado reventado al cercano hospital de San Vicente. Las últimas palabras del galés, justo antes de morir, fueron: 18 whiskies, no está mal”. Hay más finales humorísticos, que dejaremos para el próximo artículo. Sobre este asunto conviene no decir todavía la última palabra.

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