Tres muertes prematuras

16 dic 2021 / 18:34 H.
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Por la mañana, después de levantarse y antes de tomarse el café, Lourdes se metió en la tina de manera natural y sin problema alguno. Supuestamente todo tenía el mismo color rutinario: no se encontraba ni animosa ni triste, ni divertida ni aburrida. Dejó colgada la ropa en un gancho del baño y giró la maneta del agua caliente. Alargando el brazo descolgó el telefonillo de la ducha con la mano derecha y estuvo esperando apenas un minuto a que fuera saliendo agua caliente, tocándola con las dedos: la templó con la otra mano hasta que se dio por satisfecha, y deslizó los pies dentro con cuidado y tranquilidad. Pero un resbalón inoportuno hizo el resto y se abrió la cabeza en el borde. No pudo sujetarse en ningún sitio excepto en la cortina, que cedió y se rompió de su soporte, sin impedir que todo se cayera junto al cuerpo y se golpeara demasiado fuerte a la altura de la nuca, mientras el agua corría —el humo ascendiendo— y el rumor de la muerte se diluía por el sumidero sin sangre y sin más advertencia que haber aparecido cuando nadie lo esperaba. Un zumbido agudo primero, luego todo se apagó. Nada cambió en la casa hasta que la descubrió su hija una hora más tarde, cuando nada se pudo hacer ya. Tenía 52 años. Era géminis y se había divorciado hacía dos años. No tenía pareja estable pero se veía últimamente con un hombre algo mayor, también separado y con dos hijos. Había empezado a vivir, decía ella, a los cincuenta.

Pedro Manuel —Manolillo para sus amigos— tenía dos trabajos, uno durante la semana y otro los fines de semana, dos casas, dos hijos y dos mujeres; un hijo con cada mujer. Laboralmente le iba muy bien —pagaba dos hipotecas— y siempre tenía la excusa del trabajo. Durante la semana dormía en una casa y los fines de semana en otra. Lo de los fines de semana empezó como un rollo de amantes, pero acabó convirtiéndose en una relación estable. Su “segunda” mujer, sin embargo, no soportaba que este no abandonara definitivamente su otra vida, puesto que Manolillo juraba y perjuraba que no amaba más a su “primera” mujer, y nadie entendía por qué conservaba dos historias en paralelo. Su primera mujer no sabía nada. Solo ambos hijos, los dos pequeños, justificaban la decisión de mantenerse en ambos hogares, aunque no se sabía bien hasta cuándo o dónde podría sostenerse aquello. Parece ser que la presión le pudo y durante las últimas semanas le dolía el lado izquierdo del pecho, sin darle importancia, pero podría haberlo atajado a tiempo si hubiera acudido a un especialista. Quién sabe. El caso es que apenas con 38 años murió de un infarto. No hubo nada que hacer. Ayer mismo lo velamos y esta mañana lo hemos incinerado.

La tercera muerte no es una equivocación, un accidente o un destino truncado. O quizá todo junto. Quién sabe. Siempre sucede con los suicidas, porque Gloria levantó la mano contra sí misma. Tampoco había llegado a los cuarenta y era realmente guapa. Sus ojos guardaban aún el brillo de la adolescencia. Delicada y sensible, muy melancólica y débil, ese tal vez fue su trauma, pues nunca superó una profunda aprensión. Con pastillas. No lo fue calculando, pero se fue alejando de los que la querían, de su familia, de sus ex y de sí misma. La depresión comenzó hace muchos años y fue haciéndole mella poco a poco, poco a poco, sin darse cuenta, hasta que le resultó insostenible. No quería vivir.

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