Tradiciones y nacionalismos
En las calores del verano más tórrido y seco que recuerdan las últimas generaciones, un 18 de agosto de 1995, en la paz y el sosiego de su casa de Vera de Bidasoa, nos dejó para siempre Julio Caro Baroja, el don Julio de inquieta y octogenaria mirada y sempiterna pajarita de profesor veterano, misógino por mor de que siempre le escasea el tiempo, caprichosa paradoja, precisamente a quien anda en los menesteres de investigarlo una vez hecho historia y costumbre. No se puede atender bien a dos pasiones sin que una deje de serlo, y es que para Julio Caro Baroja su quehacer de investigador, de erudito hurgador en las entretelas del cómo y el porqué del paisaje y el paisanaje de España, fue una pasión, si bien, una pasión totalmente desapasionada, pues nunca se vio su pluma ni su ánimo perturbado ni afecto de desconcierto alguno. He dicho erudito hurgador porque gran parte de su obra no ha hecho otra cosa que atizar las lumbres en cuyas ascuas se cuece la identidad de nuestros pueblos, advirtiéndonos, eso sí, a cada paso, del peligro que corremos si nos abandonamos, con riesgo de perdernos, por los caminos en los que las señas de identidad de un colectivo son fruto de unos cuantos tópicos que, una vez aventados y extendidos como el fuego, no nos dejan más cenizas que la intolerancia y la xenofobia, cuando no, execrables nacionalismos que argumentan ignotas identidades diferenciadoras con la sinrazón de campos de exterminio, guetos y tiros en la nuca.
La lección primera de cómo se puede trabajar en profundidad el campo de la Historia, la Antropología y el Folclore sin recurrir a los biologismos, sin distorsiones esquemáticas hacia lo “total” o “constante” e irse por las ramas biologistas, es decir, entender que el “pueblo” (el “volk” alemán de Nietzsche, o el “ethnos” de los griegos) produce canciones y refranes como el gusano de seda produce su capullo o la araña su tela, puede llevarnos a los extremos de considerar que las costumbres populares son la antítesis del hombre civilizado, produciéndose, por tanto, la dicotomía entre cultura popular y civilización, postura ésta vigente hasta no hace muchos lustros y frente a la cual comenzó a situarse Antonio Machado Álvarez “Demófilo”, a finales del siglo XIX, empezándose entonces la ardua tarea de llevar el Flamenco desde lo meramente “popular” hasta la “divinizada civilización” de la cultura elitista. Y hablamos del Flamenco por lo próximo que nos es, pero bien pudiera aplicarse a tal o cual lengua vernácula, o tal o cual forma de vestir. Las ramas biologistas, que nunca entendió ni justificó Julio Caro Baroja, pueden llevarnos, también, a la Antropología que él llamaba “política”, de inconfesables raíces y motivaciones “económicas”, basada en el darwinismo y —según él— en especulaciones peregrinas, pilar de sostén del racismo, que conlleva a que la glorificación del propio grupo esté condicionada a una marcada hostilidad hacia otros grupos. (Función ésta que en tiempos de paz viene a jugar la rivalidad futbolística, en nuestros días, como válvula de escape de violencias y hostilidades del ancestro tribal).
Y me detengo en estas consideraciones por lo expuestos a la tentación que estamos los historiadores locales, en un momento dado, a tomar el sendero del estéril “chauvinismo” y comenzar a confundir lo “propio”, lo “castizo”, con lo “puro”, y a los “casticistas” con los “puristas”. Julio Caro Baroja nos lanza su aviso a navegantes cuando nos dice: “Lo castizo —insisto— no es lo puro o lo genuino ni lo antiguo. Es más bien lo determinativo, lo más significativo, dentro de un ámbito popular en un momento. [...] La palabra “castizo” encierra, pues, unos principios de equívoco tan grandes como la palabra “tradicional”.
Al fin y al cabo, aún queda por estos pagos quien recite a aquel poeta andalusí que decía; “Antes es el vecino que mi casa, antes el compañero de viaje que mi camino...”. ¡Que no poco para lo que se despacha hoy!
De toros, toreros y tauromaquia hablaremos otro día, que hoy me he quedado sin espacio aquí.