Tortugas

    27 feb 2023 / 18:22 H.
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    París, mayo de 2006. En la cola del Museo Picasso, delante de mí, un estudiante de francés hablaba con otro y le decía, jugando con las palabras del idioma que aprendía: “la torture de la tortue”, “la tortura de la tortuga”. Me hizo gracia la expresión y hoy que quiero hablar de tortugas ha venido, espontánea, a mi mente a darme el pie de este artículo. Podría aplicársele a aquella de Des Esseintes, el protagonista de A contrapelo, la novela de Huysmann. El dandi la bañó en oro y la tachonó de piedras preciosas; la pobre tortuga murió bajo el peso de tamaño lujo. El personaje estaba inspirado en el conde de Montesquiou, famoso en el París de finales del XIX. ¿Tenía el conde alguna tortuga así? Hay quien dice que lo único que tenía era un caparazón cubierto de pintura de oro. Y hay quien dice que todo es un invento de una poetisa. ¿Recuerdan ustedes el último artículo, en el que hablamos sobre loros y mencionamos El loro de Flaubert, el libro de Julian Barnes? Pues esta información sobre la tortuga procede de otro libro suyo, El hombre de la bata roja, dedicado a Samuel Jean Pozzi (otro dandi, pionero de la ginecología y cirujano y traductor de Darwin al francés) y al mundo de la Belle Époque.

    Asociamos las tortugas con la lentitud. En un viejo tratado de alegorías y emblemas se lee: “Según los antiguos iconologistas, se podrá representar la Lentitud por medio de una mujer sentada sobre una tortuga y coronada con hojas de morera. Sabido es que la tortuga es el símbolo de la lentitud, y la morera el más tardío de los frutales”. Por eso Zenón de Elea escogió este animal para demostrar que no existe el movimiento. Decía que si el veloz Aquiles le daba ventaja a una tortuga, nunca la alcanzaría, porque cuando llegara al punto en el que ella estaba, ella estaría algo más adelante. Cuando Aquiles llegara a este nuevo punto, la tortuga habría avanzado otro poco. Cada vez estaría más cerca, pero jamás la alcanzaría. Como era de suponer, Borges le dedicó un texto a esta paradoja. Con ella la tortuga se convirtió, junto con la paloma de Kant, en uno de los animales más citados de la historia de la filosofía. En la de la biología las más famosas son las tortugas gigantes de las islas Galápagos, que inspiraron a Darwin (segunda vez que nos sale en este artículo donde las referencias se cruzan) su teoría de la evolución. Se dice que el naturalista, aficionado a probar todo tipo de animales, se comió unas cuarenta y ocho. Una que sobrevivió a su zoofagia murió en un zoo el mismo año en que yo en París oía la frase con la que he empezado este artículo. Tenía 176 años, muchos menos de los 250 aproximadamente de la tortuga Addyaita (“Incomparable” en bengalí), que murió en el zoo de Calcuta en el, oh casualidad, mismo año, 2006.

    En la historia del teatro, tal vez la más conocida sea la que mató a Esquilo, el autor de tragedias griego. Le voy a dar la palabra a Eliano, que lo cuenta con brevedad: “Las águilas cogen a las tortugas terrestres, las tiran, después, desde lo alto contra las rocas y, quebrantando así la concha, extraen la carne y se la comen. Según tengo entendido, así perdió la vida Esquilo de Eleusis, autor de tragedias. En efecto, Esquilo estaba sentado en una roca, meditando, supongo yo, y escribiendo según su costumbre. No tenía un pelo en la cabeza: era calvo. Convencida un águila de que su cabeza era una roca, dejó caer sobre ésta la tortuga que sujetaba. El proyectil alcanzó a dicho poeta y lo mató”. Pero los caparazones también han servido de protección. Plinio cuenta que en el mar Índico había unas tortugas tan grandes que con la concha de una sola se hacía el techo de una choza. Además, se navegaba en ellas usándolas como barcas. Vivimos tiempos de velocidad. Por tanto, tiempos de olvido. Puede que nuestro mundo corra tanto para olvidarse de sí mismo (no debe de tener un buen concepto de sí). Buscar la lentitud, la ociosidad (que no es la desocupación: el desocupado se aburre, el ocioso no), es hoy un acto de rebeldía. Reivindiquemos a la tortuga.

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