pero perdió imaginación

23 nov 2016 / 12:14 H.

Es Andújar la ciudad por la que más veces he paseado. Son ya 40 años ligado indeleblemente a esta tierra que piso y que un día acogerá mis despojos bajo su cielo azul e infinito. Hoy me toca pasear por ella, aunque en papel y tinta, y hacerlo a uso y manera del “flaneur”, habitual ya en mis paseos últimamente y cuyo significado, ya explicado, hacerlo descubriendo, incluso en geografías conocidas, algo nuevo en cuanto voy viendo al caminar, pero, a la vez, impregnándome de sus latidos, olores, sabores, miradas y voces. Hoy traigo las cavilaciones ante miradas nuevas en las que he creído percibir briznas de esperanza y algunas inercias a la asentada costumbre de vivir petrificando el pasado, aunque con el haz, también vi el envés.

Paseando así, sin prisas ni aprietos, he descubierto aristas nuevas en calles, edificios, rostros, esquinas, fachadas, suelos y detalles pequeños. Y esa novedad, apreciada en pequeñas cosas, ha sido redescubrir y valorar más las huellas de la esa fuerza enervante, atávica y telúrica e interior de Andújar; una fuerza, a veces, agazapada, mezclada con las otras inevitables huellas que muestran desidia y pesimismo ante el futuro. Pero he atisbado, al asomarme, el oro de sus adentros, aunque sea de hojalata su aspecto. Lo he visto al detenerme ante edificios, oficiales o no; en algún que otro espacio que hoy llaman “no lugares”. Pensé que el oro de esta ciudad se vuelve hojalata por tantas promesas vanas, tanto escarmiento, tanto fracaso. Y he visto plata y hojalata en una compacta amalgama, ya sea al doblar una esquina de la calle Tiradores, al atravesar un altozano de Los Solares o bajando a la Pontanilla.

Os sugiero pasear así por Andújar, parando para disfrutar de una filigrana de hierro en un balcón, el suave color de una fachada, un simple instante de solaz en alguno de los muchos altozanos. Hay que tomarse tiempo y sorprenderse por el silencio sonoro de alguna calle de la vieja judería. No dejéis escapar el momento; nunca más volverá. De beber ese instante; nunca más volverá. Pasead con los sentidos abiertos, bordeando su perímetro. Poned oído discreto a las conversaciones de sus gentes y aprenderéis esa gramática parda que conduce sus vidas sencillas y serenas. Escuchando conversaciones he aprendido a navegar por esta ciudad bella, pero complicada; acogedora, pero tan “suya”; moderna, pero avejentada en algunas cosas. Paseando hay que detenerse en “Las Perolas”, en “Garrido”, en los “Naranjos”, en “Santa Úrsula” y saborear esa cocina tan de esta tierra, para que el paladar no olvide esos sabores tan de esta tierra. Paseando me embeleso tocando piezas de cerámica y oliendo el cuero de los atalajes romeros.

En Andújar hay que pasear bebiéndose los vientos, oteando lejanías y cálidas cercanías que ofrecen tanto sus gentes como sus calles. Paseando redescubrí esa pasión creadora innata en sus naturales y esas ansias de llevar sus manos y domeñar con destreza el cuero, el barro o el mimbre, aunque también uno encuentra dejadez y pesimismo, después de haber visto destrozados proyectos soñados en la ciudad, obras paradas, ruinas a la vista, solares que fueron carne de especulación. Y he visto dejadez en el rostro de quienes no encuentran cauces para hacer de sus sueños proyectos. Y es que tantas veces han sido engañados con falsas promesas, cursos que solo llenan bolsillos de quienes cobraron el proyecto financiado. También el paseo depara sorpresas como la que tuve cuando hace unos días encontré a un viejo alumno que me contó un proyecto genial, factible de realizarlo aquí en su tierra, pero harto de mandar cartas y solicitudes, miró para otro lado. Venía contento de renovar su pasaporte e iba a comprarse una mochila. Preparar la mochila. En Londres le habían pedido realizar su proyecto con un contrato de dos años.

Andújar ha destrozado el mapa de aquella diversa y fecunda riqueza del siglo XVI, bien conocida por doquier. Bien se conocía la calidad de su barro: “Una taberna en la que se respiraba más frescura que una alcazarra de Andújar”, decía un escritor del XIX y su abundantes panales de miel: “Váleme la miel de Andújar que es buena y dulce”, decían en 1628. Conocido era también el estilo de vida abierto, alegre, jocoso de sus gentes, llegando a creer a los inquisidores que era cosa de brujería: “Cuatro son de Andújar, tres de La Higuera, dos de Escañuela y la capitanilla, de Villanueva”, decía el refranero popular. Y hasta Roma llegó la fama del fraile con tanta manga ancha en el confesionario: “Vete pronto y confiesa en Andújar, allí nadie como el Padre Baena”, decía otro refrán. Pero a esta ciudad la fueron hundiendo lentamente nobles ambiciosos, aristócratas absentistas, burgueses avarientos, caciques ignorantes. Y, para colmo, lo que os cuento y recordé en un paseo. Sucedió a mediados del pasado siglo. La empresa Santana dudaba si instalarse en Andújar o Linares y dejó ponerse de acuerdo a sus alcaldes, quienes prefirieron la vía de la suerte, y hacerlo en una noche de jarana madrileña, ganando Leonardo Valenzuela y perdiendo Argimiro Rodríguez. Había un joven testigo, Ramón Palacios, cuando era algo así como un “pequeño Nicolás”. A cambio mandaron a Andújar una fábrica de letal y venenoso uranio, tapada bajo un monte y con no pocos cheques en blanco.

Pese a todo veo futuro en proyectos locales y conectados en este mundo global. Lo veo en la vega, haciéndola atractiva para jóvenes preparados que sigan mejorando el producto y lo sitúen en los mercados. Lo veo en la sierra, tan acotada, y esquilmada. Lo veo en la autovía, si pudiera llegar a ser esta ciudad área de descanso serio y no informal. Y por eso creo que hoy, más que nunca, la Universidad de Jaén tiene la responsabilidad de abrir un campus universitaria en esta tercera ciudad más poblada de Jaén.