Tiempo quebradizo
Madrid ha dejado de ser aquel lugar de apacibilidad abierto durante los meses de agosto cuando una parte importante de sus habitantes abandonaban la ciudad buscando horizontes para el sosiego. Aquella ciudad de museos bien dispuestos para quienes supiesen mirar se ha tornado escaparate disparatado y confuso para todos, y es difícil obtener licencia para visitar la exposición elegida, asistir a la obra de teatro prevista e, incluso, comer en este o aquel lugar donde, otrora, asistimos acompañados por amigos o familia. Espacios en los que la memoria y las cosas más cotidianas adquieren ese regusto a verdad que posee lo paladeado en tiempo compartido. No me siento bien en esos lugares del Madrid, elegante a lo Machado, a los que se va para ver y ser visto. He asistido a ellos... algunos entre los más reputados a los que fui por razones de algún tribunal, reconocimiento o sencilla amistad con quienes estaban obligados a figurar en los citados lugares. En cualquier caso, soy poco dado al espíritu de ciertos encuentros, y lo soy menos de aquellos que, de modo súbito, surgen con notoriedad debido a cualquier treta social snobista. Los espacios reservados a semejantes menesteres deberían tener algo de esa entidad de soporte cultural que participa de la tradición y no poco del culto a la costumbre asentada con legitimidad. Como escribe Marcel Proust siguiendo consejos de su tía abuela, “son tan inadecuados los saludos excesivos, como desagradable el sonido del teclado de cualquier piano cuando este se ve acompañado por el abuso de pedal”. Guiños de hoy abrazados por personajes de otrora adictos al dandismos y, desde luego, marcadamente snob. En tal sentido, me parece oportuno traer a esta página a un notable industrial jaenés aconsejando a su invitado incluir en su menú unos huevos al permicol que había tenido él privilegio de paladear en un restaurant de Nueva York regentado por un chef francés... Propuesta cuidadosamente matizada así por el metre jaenés: Verá don(...), seguramente nos han copiado el plato. Estos huevos, son especialidad de la casa. Se trata de un plato dedicado al dueño de este establecimiento, Pedro Millán Colmenero.
Los snobs siempre han tenido el arrojo de la desvergüenza y el apoyo de un discurso proclive a lo universitario y un tanto romo. Sin embargo, la veta principal de la gastronomía viene de una historia compartida desde tiempos lejanos. Leonardo da Vinci, junto a Sandro Botticelli, regentaron “Los tres caracoles”. Trattoria situada en el entorno de Puente Vecchio. La historia, todos somos parte de ella, no es otra cosa que costumbre de esa costumbre no congelada por hueros costumbrismos, de igual modo que la voz academia convoca síntomas de academicismo cuando es pronunciada por snobs marcados con el virus de esa estupidez que nos impide mirarnos en nuestro propio espejo. Al cabo, la gastronomía debe mucho a la autenticidad, generalmente, procede del conocimiento soterrado de tenaces guisanderas que de modo ejemplar supieron extraer de esos productos de cercanía que hoy tanto se reclaman por chef de sonoro nombre, la principal razón de su verdad silenciada y culinaria: cartas reducidas, equilibradas, cocinadas con productos de cercanía y buena calidad. El secreto profesional de estas mujeres, estaba en conocer bien la naturaleza de cada producto para tratarlo adecuadamente. De tal modo sucedía en ciertas tabernas de aquel Madrid generoso en diálogos profesionales. La relación con el escultor murciano Antonio Campillo me acercó al iliturgitano Fernando Cruz Solís, cuyo taller estaba a tiro de piedra de la Taberna “Antonio Sánchez”, que fundada en 1787, es en diferentes aspectos, referencia obligada y candeal para toda una época. Espacio que he frecuentado con mis hijos y amigos a quienes, en más de una ocasión, obsequié con “Historia de una taberna”. Novela de Antonio Díaz-Cañabate, publicada en la Colección Austral, como “Historia de una tertulia”. Relato del mismo autor, quien con sutileza nos asoma a las tertulias de Rafael Láinez Alcalá y sus jóvenes poetas. Destacado alumno en el instituto de Baeza de don Antonio Machado, merced a quien supo del citado establecimiento madrileño. Obligada referencia para algún miembro de la generación noventayochista, presidia la taberna un retrato del propietario pintado por el maestro Zuloaga que, inaugurado su estudio en Las Vistillas, solo faltaba a la hora de las cenas cuando lo hacía en “Casa Ciriaco”, acaso, el marco por excelencia desde el que Valle-Inclán, sostiene la enjundiosa trama de “Luces de bohemia” y, para los ilustrados en gastronomía, donde aún ponen para comer la mejor Gallina en pepitoria de todo Madrid. Templos humildes del más caudaloso saber en diferentes disciplinas que abundan en ese troncal destino que habita y nos habita la invención de la propia tradición que cuenta en estudios tales como los de Eric Hobsbawm y Terence Ranger. Con todo, un “tempus fugit” que tiende a quebrar y confundir la memoria colectiva.