Tiempo de aceituna

    04 dic 2023 / 09:28 H.
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    Recuerdo la pose de conferenciante afanado en dictar su discurso sobre el olivo desde los orígenes de la cultura mediterránea a cuya conclusión fue premiado con las palmas de una bancada entregada a la cual, al parecer, le costaba trabajo contener expresión de más alto valor. Nada dijo de las personas que aran la tierra, cogen la aceituna y la muelen... Nuevo proletariado para una sociedad en la que la palabra humanismo, desplazada de su etimología, es tan usada como imprecisa.

    Al cabo, el arte, la literatura, es un fermento de memoria que los años filtran misteriosamente. Pasa igual con otras maneras relacionables con el conocimiento de la experiencia. Para Nietzsche, esta es la que verdaderamente nos separa de ese pensamiento arraigado en quienes desean agruparse en sospechosas conductas de status y élite, mas, venturosamente, no siempre es así.

    En un poemario ilustrado con dibujos de su mano, Camón Aznar escribió lo siguiente: “Vuelvo con vosotros torpes míos”. Entre la observación del filósofo alemán y el retorno al origen evocado por el profesor aragonés, media no mucha distancia: Nietzsche parece desdeñar la impostura de una clase codiciosa de status al tiempo que, de algún modo, se acerca al pensamiento de Camón manifestado en las postrimerías del idealismo alemán arropado por conductas como la de Ortega y Gasset. Uno y otro, nos referimos a los dos anteriores, condenan el modo de una clase, enfática y pedante, investida de un “humanismo”, tendente a cultivar una poética separada de la ética que debería acompañar todo concepto de arte que desease huir del entorno que Tomás Paredes, en un reciente y excelente artículo, acotaba como universo de los nuevos estoicos.

    En 1968 se abrían los Encuentros Internacionales de Ginebra bajo el tema, “Arte en la sociedad de hoy” con las siguientes palabras, “El arte, a su manera, expresa la más alta conciencia que el hombre tiene de sí mismo y de su destino. A tenor de ello, su trato no concierne solo a los artistas, a los especialistas, a los técnicos, sino a todos los hombres, cuyo porvenir en cierta manera compromete”.

    Sabemos poco de arte, incluso tácitamente lo ignoramos... pretendemos saber más de filosofía... Sin embargo el intelecto no sólo almacena datos procedentes de la erudición, también atesora percepciones sensibles que hacen inteligibles las cosas. No, no todo acercamiento a los diferentes modos y estados de conocimiento están encerrados por el reduccionismo que protege a estos configuradores del mito sobre el que se desean afianzar teorías estéticas dictadas para barnizar la conducta de las clases llamadas emergentes, pero también, no lo olvidemos, para desatender y desplazar a las personas que, ante el aparente saber de estos estúpidos, alzados sobre tribunas e investidos de la mímica adecuada para oficiar su misa, se sienten incapacitados a la hora de participar en el sermón correspondiente a la tal doctrina.

    Lejos del conferenciante aludido al comenzar estas reflexiones, la comprensión del olivar y la del olivo debería pasar por la limpieza de la hojarasca que lo envuelve y enturbia. Fuera de toda mitología, o acompañado de esta, como imagen, tema, significación o fuente de aliento sociológico, nuestro árbol se me acerca acompañado de la nobleza geométrica y reposada que define los olivares jiennenses, silenciosos, solemnes y graves. Ejemplares que disimulan la robustez de sus pies, ocultos por la levedad del irisado y doble verdor de sus hojas. Efectos, preñados de matices que adornan el paisaje andaluz, sobrio en años y geométricamente acunado en el sucederse de sus lomas o en los lugares en el que las olivas hacen notar el equilibrio de su helénica estatura sobre las tierras más cercanas a la vega. Formas de aliento dórico y un tanto espartano, cuyos troncos, habitados por rugosidades, se esconden con sus ramas inclinadas con el deseo de besar la tierra que los hace crecer, generando jornal y alimento. Tiempos difíciles, muy difíciles, en los que los aceituneros recibían un trato cercano. De los tajos salían confidencias, bodas y en ellos se bebía el vino de la vida y de la muerte como en una liturgia común que vertebraba irregularidades sociales muy al otro lado de estos hechos acaecidos una noche de noviembre, remembrados ahora.

    La gasolinera presta luz a la noche. Hace frío y los olivos se perciben como densos bultos alineados sobre la oscuridad cuando la mano de un hombre se desliza nerviosa sobre el cristal del salpicadero del coche reclamando atención... Durante los años que hice este viaje a Santisteban, más de treinta, no recuerdo momento como aquel... Personas buscando algún día de trabajo en los tajos del agro jaenés. Criaturas sin horizonte ni patria que los residuos del positivismo conducen hasta alcanzar tales bondades del llamado progreso. A la memoria de Tidiany Coulibaly.

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