Terapia colectiva

28 abr 2023 / 09:59 H.
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En estos tiempos de comunicación digital, inteligencia artificial y globalización cultural, asistir, o mejor dicho, vivir una fiesta con toros como la de San Marcos, supone un verdadero baño de realidad. De realidad “real”, no virtual. Cada día más gente se está dando cuenta de la importancia que el llamado “medio rural” tiene como reserva de los valores genuinos de cada sociedad. En los pueblos, donde se vive más próximo a la tierra, se suelen conservar con más intimidad, con más pureza, valores auténticos y esenciales en la vida del hombre. Y desde esa perspectiva conviene estudiar sus celebraciones taurinas, auténticos acontecimientos para quienes las viven y a los que tampoco preocupa demasiado la trascendencia pública que las mismas puedan tener más allá de su entorno.

La fiesta de los toros, en sus distintas formas, en muchos pueblos de España, es consustancial al hombre o a la mujer de cada uno de ellos. Es la expresión de lo extraordinario, la ruptura necesaria con lo cotidiano (trabajo, rutina, preocupaciones...). La fiesta es por el contrario la reacción a todo eso. Es lo excepcional, lo inusitado, lo asombroso, lo milagroso. Y significa por tanto vacación y liberación. Una especie de terapia colectiva, en un clima de hermandad y solidaridad. Una tregua primaveral en pro de la cohesión social, dando salida a tensiones acumuladas y evitando o amortiguando conflictos enrarecidos. Es también un retorno al pasado y con los antepasados, y el reencuentro de las familias separadas por razones de trabajo. Es la exaltación de lo colectivo y la liberación de lo individual. Mezcla de clases y grupos sociales, jóvenes y viejos, vecinos y visitantes. Tan solo la devoción al patrón o la patrona puede restarle protagonismo al acontecimiento social que suponen los toros.

Que a estas alturas, municipios como Beas de Segura y Arroyo del Ojanco, hayan podido o hayan sabido mantener tanto tiempo y tan bien conservadas estas celebraciones de tan alto contenido simbólico y ritual constituye un motivo de orgullo para todos. Y tenemos la obligación como aficionados y como españoles de conservar la riqueza histórica y el valor cultural de lo que en ellas se representa, de tal modo que la cantidad —de toros o de visitantes— no ensombrezca nunca la esencia de lo que es un rito milenario. Vivimos tiempos en los que hasta las instituciones supranacionales como la Unión Europea reclaman y apoyan la valorización y gestión del patrimonio natural y cultural, lo que, si nos lo creemos —nosotros y nuestros gobernantes— supone para la fiesta una gran oportunidad para reivindicar de una vez por todas un tratamiento adecuado a su importancia histórica, folclórica, ecológica, artística, económica, cultural y hasta moral. Aunque esto último expresado, como diría Hemingway, bajo un criterio personal que no intento defender. Y hasta para los aficionados a los toros convencionales —por así decirlo— ir y participar en esas fiestas de pueblo supone un buen ejercicio de oxigenación taurina. Si alguien sufre alguna vez una crisis de fe sobre la continuidad o no de la fiesta de los toros, tiene la oportunidad de aclararse asistiendo y participando en ellas. Allí podrán ver la luz de ese túnel taurino oscurecido por complejos absurdos, vergüenzas injustificadas y esnobismos más o menos “verdes”. Sin olvidar miserias propias, que también las hay.

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