Tarde, tardando, tardeo

29 nov 2024 / 09:01 H.
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Hace unas semanas, recibí un enigmático mensaje en el teléfono que me inquiría a un café en alguno de los locales de moda que han ido poniendo a Jaén en la cima de las ciudades top de los servicios de hostelería. Después de zafarme de algunos compromisos familiares, seducido por el azúcar de aventura de aquel guiño, acudí a la cita disfrazado de desconocido, aprovechando una visita relámpago a la tierra del Santo Reino, a propósito de un negocio que me tiene enganchado a la sístole de las estaciones. Puntual en el sitio y la hora, tuve tiempo de hojear un viejo periódico que alguien había dejado en la mesa de nuestro encuentro. Ensimismado en el entramado de caraduras que alrededor de los grandes nombres del Gobierno se dedican a hacer lo mismo que los caraduras que gusanean a la sombra de los grandes nombres de sus rivales políticos, apareció el misterioso interlocutor que me había citado allí con un número ajeno a mis contactos.

Bajo la orfebrería sonora de cerámicas, metales y líquidos a presión que adornan las últimas horas de ese sol espumoso y profano de noviembre, fuimos rompiendo el hielo con asuntos que iban poco a poco desconchando la amnesia de nuestras circunstancias. Al cabo de un rato, conforme la conversación iba deshaciendo nudos y las manos y los gestos, en la sola manera de sostener las lentes y ejecutar con esa entrañable torpeza, tan familiar, el ejercicio de retirar y escurrir el té de su delicado envoltorio. Sus ojos brillaban contándome que había vuelto a Jaén para presentar un libro. Hablamos del enorme revés de los cuarenta. La pesadilla recurrente de abrir los ojos en medio de la noche y no saber a qué edad o en cuál de los dormitorios en que la vida nos premió con su armonía y felicidad asomamos el solivianto de nuestra duermevela. La catedral rasga con sus crestas el profundo mineral del cielo. De pronto, interrumpimos la charla y todos los clientes tenían un ojo o ambos en la pantalla de su celular. No es esta la ciudad en que crecimos. Hemos claudicado como ciudadanía, no ya a dejar alguna huella sobre el azar del tiempo que debimos gobernar poniéndoles imaginación y resistencia al hierro y al cristal, sino que hemos delegado la identidad de nuestra forma de estar en las ciudades al escenario de plástico de las franquicias y sus atributos cuidadosamente eclécticos donde nada nos recuerde el testigo humano de nuestros principios más elementales, herencia de la debacle del pasado —recientísimo— siglo. Si los totalitarismos hicieron expolio de toda memoria atesorada por sus burguesías más ilustradas, el capitalismo, superado el escollo armamentístico de la Guerra Fría, ha acabado por certificar un modo de vivir definitivamente alienado, sin tiempo ni capacidad moral siquiera para tallar los días, cantar por las aceras, someter en las fachadas el dolor o la ira si cabe de nuestro paulatino vaciamiento. Una ciudad que acaba recelando de sus bohemias, que saca sus mesas a la tómbola de las reservas digitales, que destrona la autoridad de las reuniones nacidas en la cruel vulgaridad de la noche, de espaldas al control de esa nueva y sutil dictadura de los algoritmos, no necesitará murallas, no —oh, ciudad— para ser sitiada por la peor de sus amenazas: el desmantelamiento civil y cultural de sus emociones más puras, patrimonio de su humanidad como caldo que en la belleza abre la única esperanza de su gravísimo diagnóstico. Nuestra militancia no es arrogante sino profundamente cívica, pues no era esto a lo que aspiraban Machado ni Benjamin, mientras se dejaba llevar frente a la playa de Portbou por el dulce ángel del cianuro. Cuando casi íbamos a reconocernos, pagó la cuenta, cogió su abrigo y salió aprisa entre la gente. No he vuelto a saber de mí con tanta claridad desde entonces.



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