Taller del Prado

07 oct 2024 / 09:14 H.
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Desde los primeros balbuceos gráficos expresados en abrigos y cavernas, el arte viene acotándose a través de miradas que constituyen un discurso capital para entender la historia de la humanidad. Lectura precisada del historiador que encuentra fuera del museo, pero también en este, sus vías de investigación. La mirada del artista puede contemplarse también con la percepción de quien ejerce su trabajo desde la cotidiana brega con materiales y herramientas de su oficio. Destrezas de no fácil acarreo en cuanto a ese todo que contempla el difícil amarre entre memoria e intuición. Horizonte de tanta elocuencia como la de aquel rapazuelo llamado Giotto, nacido en Bondone en 1266. Germen seminal, que retorna a la poética de la pintura clásica, para los de aquel tiempo, solo conocida mediante esculturas arruinadas y otras, ya exentas de su función. Mirada sagaz, ciertamente, como sagaz fue la de Cimabue, enseguida receptor del talento del joven al contemplar la destreza del muchacho al dibujar aquella mítica oveja sobre un guijarro: representación de la vida sobre la dureza de la piedra. El nacido en Florencia, en 1240, pronto se percató de aquel talento que no tardaría en cubrir con imágenes de paisaje ciertas áreas antes reservadas a finísimas hojas de oro bruñidas, cuyos acabados distorsionaban el verdadero discurso del artista. Hablamos de un tiempo en el que aún faltaban casi dos siglos para el nacimiento de hombres como Pico de la Mirandola o Marsilio Ficino y, sin embargo, ya andaba aquel aprendiz de pintor nacido en un pequeño pueblo cercano a Florencia, buscando los tres pies del enorme gato del humanismo renacentista, al tiempo que se convertía en un gestor y coleccionista artístico, propietario de casas, telares... y siempre, no lo olvidemos, pintor abierto al asombro y al descubrimiento.

La dilatada y más que robusta trayectoria del pintor Francisco Molina Montero (Torreperogil, Jaén, 1962) no deja de asomarnos a horizontes semejantes al del italiano nacido en Bondone. Formado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense; enseguida cosechó los premios más importantes de aquel tiempo entre los que cuenta el “Blanco y Negro”, Medalla del BMW, un Primer Premio en Córdoba y Medalla en Sevilla en las citas Pintores para el 92. Cuenta, claro es, el Premio “Emilio Ollero” Y, así, , hasta convertirse en el pintor más galardonado de su generación, pero también en Director y profesor del centro “Taller del Prado”. Obligada referencia de estos centros privados existentes en Madrid, academia y Galería de arte en cuyos fondos habitan soberbias estampas procedentes de colecciones como las de Casariego y otras más hoy más notables. Referencia que me reservo para otro día, probablemente, para cuando hablemos de Goya, maestro incuestionable y excelente grabador cuya revisión reciente debe bastante a Molina Montero. En cualquier caso, colecciones en las que se conservan obras de artistas españoles de tanto renombre como Miró, Tapies, Picasso, de quien, en fechas recientes, he tenido un ejemplar en mis manos procedente de la colección de Cesáreo Rodríguez Aguilera, de quien figura el nombre al dorso de la pieza estampada. De cualquier modo, centro, digámoslo también con voz más próxima, del que procede el soberbio dibujo de Santa Teresa, firmado por Lorenzo Goñi, adquirido y conservado en la colección del Instituto de Estudios Giennenses, Obra, en fin, acompañada de otras firmadas por artistas como Marc Chagall, Francis Bacon y un muy largo etc. Sin embargo, lo verdaderamente destacable para mí, lo mollar,, es el tesonero empeño de Molina Montero en hacer del taller una referencia única, incorporan do al tratamiento múltiple de la estampa nuevos procedimientos contemplativos en la serie de obras firmadas por Antonio López, entre las que, la más reciente ilustra hoy este trabajo y, de otro lado, nos permite mostrar desde las páginas de Diario JAÉN, éste cabal ejemplo logrado mediante nueve impresiones deudoras de otras tantas intervenciones, todas bajo la mirada de Paco Molina y al cuidado de la sapiencia instrumental de Enrique Gómez. Hecho, por lo demás, al que no le encuentro par entre las estampaciones del momento. Escasean también, es de mucha razón hacerlo notar aquí, sensibilidades como la de Molina Montero en cuanto hace a la donación al Ayuntamiento de Torreperogil de una crecida treintena de grabados y, en 2003, la del Museo Provincial de Jaén: algunas de las primeras obras estampadas en el taller, planchas y dos pequeños bronces de los excelentes escultores Venancio Blanco y García Donaire. Hablamos, claro es, de gestos de sobrado interés que cuentan y suman en cuanto hace a la obra gráfica en esta ciudad que, en su día, pudo tener el primer museo de grabado de España, antes, claro es, de ser inaugurado el de Marbella.



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