Suspenso en demografía
Mi infancia son recuerdos de un patio, repleto de niños, con colas en columpios y toboganes, y aulas con cincuenta y dos alumnos. El “Baby Boom” de los setenta. En el Instituto, me tocó el “Primero F”, y en la Universidad, nos turnábamos para reservar sitio, pues, de no hacerlo, te tocaba sentarte en los escalones de los aularios. Excedentes de cupo en el servicio militar, hasta dos años para reservar salón en un restaurante de bodas, y cuando hubo que buscar vivienda, pues menuda burbuja inmobiliaria la que provocamos. Ese ancho de la pirámide de edad está en los cuarenta, vuelve 091 y triunfa el pádel. ¿Tendrá algo que ver? Así está la cosa, la población envejece. Cada vez hay menos nacimientos y la esperanza de vida aumenta. Ahora, con la parejita, estamos apañados. Los jóvenes se incorporan más tarde al trabajo, se retrasan las cotizaciones y se recortan su periodo. Con estos datos, nos vamos a encontrar en quince años con una alta población de beneficiarios de prestaciones sociales y pocos cotizantes. Hay que diseñar una política demográfica y de inmigración, pero el cortoplacismo ofusca el diseño de políticas demográficas. El hecho de que nos estemos aproximando a la igualdad de una persona activa por otra inactiva nos está llevando a que casi la mitad de la población se acabe aproximando al umbral de pobreza, de forma todavía lenta pero inexorable. De la política demográfica y de inmigración de hoy, más allá de incentivos coyunturales e inconstantes, depende la estructura demográfica de mañana. Los sectores productivos deben propiciar el empleo y los salarios suficientes que aseguren el reparto progresivo de las cargas generales de la sociedad. Sin una economía más saneada que la actual, el sistema educativo, la investigación, los servicios sanitarios, la atención a los mayores, y el sistema público de pensiones que conocemos tampoco será sustentable en el medio plazo. Y es que, si nuestros abuelos se hubieran quedado con la parejita, pocos estaríamos aquí.