Sobre la Semana Santa

18 abr 2025 / 09:34 H.
Ver comentarios

Volver a Jaén en Semana Santa es un ritual íntimo de bellísima melancolía. Se hace difícil eludir que la niñez de todos también tropezó con las viejas devociones que se heredan del relato de nuestros mayores. Yo también regreso a casa buscando ese “estar solo” del que Federico García Lorca hablaba en su artículo “Semana Santa en Granada”, aparecido en sus Impresiones y paisajes de 1918. Volvemos como un animal equivocado de bosque, al que solo le quedan los aromas que bajan del castillo, con el aire preñado de lirio y una lejana impresión de agua que hace mirar al cielo por si la tarde apunta aciaga para el cumplimiento de la tradición. Al que solo le quedan las cuestas y callejones que nuestros antepasados coronaron de fervor y recogimiento, y fue alimento del hambre cuando solo la belleza sostenía, como un botín revolucionario, la desolación de ser y existir en medio de la barbarie que lo ha tenido secuestrado tantos años a nivel social, y no digamos ya culturalmente.

Y ese animalillo se confunde cada vez más entre las gentes porque, a pesar de la grandilocuencia con que las cofradías han ido engordando la escenificación de sus estaciones de penitencia, la matriz de sus impresiones más íntimas no alcanza esa delicadeza en la que el forastero se reconoce en la estrecha concesión de la niñez, adonde la visión abraza el pequeño tributo del origen, la lenteja de oro que reluce de pronto en el barro del corazón y levanta la memoria de los nombres que te amaron por primera vez y azuzan en balde la imagen y la fragua de lo que ya jamás será sino ceniza o acaso ángel sin más de nueva flor.

Hay una belleza que pasan por alto quienes han arbitrado desde sus púlpitos y tertulias esta deontología importada de la Semana Santa sevillana a lo largo de los últimos años. Para mí al menos tenía un poderoso valor esa sencillez sobrecogedora con que se llevaban nuestros tronos, que no necesitaba ensayos porque estaba en la médula de quienes, bien desde aquí o desde fuera, acudían a rendir veneración a su imagen con lo puesto, con los hombros gastados por la vida y el trabajo y otro año más aquí contigo. Bajo la tela del capirote, me emocionaba la sobriedad con que los fabricanos conducían, como afortunadamente lo siguen haciendo, bajo el anonimato de sus rostros también cubiertos, a los promitentes de Jesús, el Viernes Santo. Porque, ay, la promesa se lleva en silencio, se grita en los vivas, se llora en la hora de salirse del faldón, pero no precisa de adornos que la vociferen desde fuera, con acentos ni consignas que arrancan el aplauso de los curiosos, pero espantan al diálogo de la mística, del recuerdo, del relicario que se abre misteriosamente en esa soledad de quien sube a perderse en la bulla de los cantones.

Costalero de costal, promitente de promesa. Tal vez innovar en tiempos de bronca civil y aranceles belicistas, de exaltación del yo frente al nosotros, sea volver al silencio, a llevarnos despacio y levantar con elegancia lo poco que nos queda como pueblo único, hermoso y saqueado por la contradicción de aquello que debiera llamarse progreso, alumbrar la pobreza de nuestra fragilidad, la promesa, sí, para ese tú, que sea por lo que sea que estés pasando, te sostiene con mi fuerza, mi rezo, mi pasión irracional que empuje hacia otra mano salvadora en tu partida.

Había una riqueza en los farolillos que portaban los nazarenos del Silencio, encadenados de principio a fin a las andas de su crucificado. Como la había en las tulipas que tintineaban en el trono de Jesús o en las túnicas viejas que ahora la cofradía manda a la cola del cortejo. Como la hay en el escudo que me regaló mi abuelo Pedro siendo niño y llevé bordado en mi saya hasta que la “modernidad” de hacer cumplir los estatutos lo exilió al bolsillo más cercano al pecho, adonde la razón no tiene reglas y el “Abuelo” es de ese Jaén que deja su coche en las olivas para verlo pasar con la marcha de Cebrián, dejarlo calle abajo con sus cruces y acabar en la vieja casa, donde la abuela retira del fogón el bacalao y todos los hijos retornados sostienen la vigilia de la noche que fue y ya sin buscarla un día será canción de la tierra, corazón del origen.



Articulistas