Soberbia generacional

20 oct 2023 / 10:56 H.
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Habrá quien no lo vea o quien no lo quiera ver, pero no hay más que echar un ojo a las diferentes cartas al director que últimamente aparecen en este diario –algunas de excelente estructura y brillante escritura– para darse cuenta de que algo se está removiendo en nuestra sociedad. Gente que no es periodista, ni articulista, ni cargo público, ni opinante mediático, ni tertuliano de obligada tendencia, está sintiendo la obligación, no ya de expresar a todo el mundo su opinión, sino de sacar fuera su propia indignación por el estado de cosas en la que entienden que es su patria o su nación. No se trata por tanto sólo de explicar su pensamiento, sino que quiere además expresar un sentimiento. Porque la política, que puede ser una profesión con mayor o menor vocación, para muchos ciudadanos es un cúmulo de pensamientos y reflexiones, pero a la vez con una carga importante de querencias y emociones. La expresión “me duele España” vuelve a escucharse de nuevo, como en todas las graves crisis que nuestro país ha sufrido desde que hace más de cien años don Miguel de Unamuno la pronunciara por primera vez. Y es que duele. Qué le vamos a hacer. A muchos españoles nos duele. Habrá quien vea en nuestra amargura otra cosa. Igual la catalogan algunos de fascismo, que es lo que últimamente llaman a todo lo que no está de acuerdo con los nuevos cánones que colocan a “la política” por encima de la verdad y a los partidos políticos por encima de las instituciones. Los mismos que ven normal y hasta moral que las reglas de juego democrático se pongan también –para romperlas– en la mesa de juego de los tratos en la que todo vale. No deja de ser curioso que las voces que están surgiendo pertenezcan a la misma generación que vivió y promovió el cambio que trajo la época de la historia en la que los españoles hemos estado mejor avenidos. ¿Que si hay que dialogar con separatistas?, claro que sí. Con todo el mundo. Pero, antes de nada, en el asunto catalán, quien tiene que sacar la pata es quien la metió, que no fue el estado –ni sus jueces ni sus policías– ni el resto del pueblo español, sino los dirigentes catalanes. Son precisamente los viejos políticos –los que ya no se juegan en la vida nada más que el deseo de que sus hijos y nietos vivan en paz– los que advierten de los riesgos que se pueden correr con determinadas decisiones. La simpleza personal y política del ministro de Cultura, señor Iceta, llamando “antiguo” a Felipe González raya el esperpento. Desgraciadamente muchos jóvenes, alentados por la soberbia generacional del presidente más engreído de la historia de España, analizan la situación con la misma cortedad del ministro, en base a premisas falsas fundadas en un relato histórico diseñado con fines meramente electorales. Algún día, porque “al final todo para en lo llano” –así se decía en la sierra–, descubrirán las mentiras. Y es que –a ver si nos enteramos– es absurdo alentar o favorecer independencias porque la unidad de España no está reñida con las diferencias. Al, contrario. Por cierto, tengo un hijo del Barsa. Y yo mismo, como mi padre y mi tío Gerardo, siempre he sido del Athletic de Bilbao. ¿Que por qué? Pues precisamente porque todos los del equipo eran y siguen siendo vascos. Eso era –y en mi caso sigue siendo– lo que más valorábamos hace ya más de cincuenta años. No deja de ser paradójica la cosa.

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