Saber no estar

    30 dic 2023 / 09:22 H.
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    Mi amigo el Caliche, contertulio de lo cotidiano del día a día y fiestas de guardar, me dice que quien más o quien menos alberga entre sus ambiciones más íntimas el deseo de poder doblegar leones, látigo en mano, allí dónde a uno lo vean. No faltan los que aspiran a más y no se conforman con asustar a cuatro gatos melenudos —por muy leones que parezcan—, sino que sueñan con dominar fieras corrupias, y llegado el caso, hasta acogotar en público dragones míticos de mil demonios. El afán desmedido de notoriedad de algunos tiene su intríngulis, y muchas ganas de estar en todos los sitios.

    Derribar al que brilla y amedrentar al poderoso, es el deseo irreprimible del que creyéndose tener el látigo mágico de someter bichos feroces, pero no la pericia de utilizarlo con maestría, ni, por supuesto, el valor de meterse en la jaula con las fieras, ha de conformarse con ser el domador de las moscas que el león espanta con su cola. El hecho es, según parece, tener un motivo para adornarse con los entorchados propios del circo, y así disimular el patetismo de la vanidad desnuda que lo define y lo describe.

    Hay quienes quieren estar en todos los saraos y en todos los sitios, como el domador de moscas que cuando toma conciencia de sus miedos y sus limitaciones trata de imitar al que brilla y adular al poderoso. Envidia a las libélulas por los destellos luminosos de sus alas cuando vuelan, y respeta a los leones cuando al rugir muestran los puñales de sus colmillos. Pero no pierde oportunidad de exhibir su nombre y sus proezas con letras bien grandes en los carteles de su particular circo: “Fulanito de Tal, experto domador de moscas”. La autocomplacencia en sus delirios de grandeza lo llevan a proclamarse a sí mismo mariscal de todos los domadores de moscas, para lo cual no renuncia a utilizar en beneficio propio el buen nombre, las hazañas y las proezas, de auténticos domadores de leones, de reconocido prestigio y sobrada valentía.

    Un día descubre que las moscas no admiten más sumisión que su genética adicción a la mierda ajena. Es entonces cuando decide convertirse con urgencia en una mosca cojonera, que acabará siendo abatida indefectiblemente por la cola de un viejo y displicente león.

    Recuerdo que, de chaval, durante el transcurso de unos ejercicios espirituales en el colegio, me sobrecogió escuchar la vida y milagros de San Simeón el Estilita, casto varón que allá por el siglo V se pasó 47 años —de los 79 que vivió— subido en una columna intentando saber no estar y desprenderse de todo bien terrenal para mejor servir a Dios. Antes de tal decisión, según cuentan sus hagiógrafos, probó enclaustrarse en una cueva ermitaña y vivir en soledad, pero la vida como troglodita le pareció extremadamente fastuosa, toda vez que aún seguía contando con un techo que lo cobijara del relente nocturno del desierto. Así tuvo la feliz idea de encaramarse a la columna en cuestión y experimentar sobre ella, durante casi medio siglo, el vértigo existencial de virtudes tan loables como la castidad, la pobreza voluntaria y saber no estar.

    De la ejemplar vida de San Simeón el Estilita saqué la útil enseñanza de no subirme para hacer penitencia a otra columna que no fuera ésta de Diario JAÉN, en la que algunos viernes escribo como purga de mi alma. Aunque inevitablemente he de padecer los ecos cotidianos de los líderes populistas que se comportan como aquel vecino que tuve, dueño de un perro y un gato. Al primero le puso por nombre “miau”, y al segundo “guau”, de tal modo que cuando llamaba al gato por su nombre, acudía el perro, y viceversa. Lo malo fue que aquella confusión tan divertida lo llevó a alimentar al perro como un gato, y al felino como a un perro, siendo mordido y arañado por ambos.

    Llega uno a una edad y a una serenidad de espíritu en la que, conociendo a todos los perros y los gatos, y a las moscas y sus domadores, aprende como San Simeón el Estilita el arte de saber no estar, sin dejar de estar.

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