Ruido de fondo
No sé si habrán leído “Ruido de fondo” de Don DeLillo, pero si lo hacen comprenderán la tristeza infinita que me producen las grandes superficies comerciales. El pasado viernes fui al cine, fue difícil encontrar en la cartelera una película que mereciera la pena. Superada esta primera barrera, aún me quedaba coger el coche para ir al Centro Comercial la Loma. Mientras conducía, pensé que, antes, ir al cine comenzaba en el camino ilusionado hacia el Avenida, el Cervantes o el Alcázar. Para hacer tiempo, me tomé una cerveza frente a decenas de familias que hacían cola ordenadamente con sus carritos llenos, para ser atendidos por la caja registradora correspondiente; bebí sorbo a sorbo mi cerveza al triste ritmo marcado por el lector de un código de barras. No sé para ustedes, pero para mí ir al cine era todo un ritual: salir de casa y emprender el camino, entrar dichosa en la posibilidad de otra vida, respirarla junto a los demás, salir con muchas palabras amontonadas en la boca y con ganas de compartirlas —es de noche y la ciudad invita a esa comunión—. Como ven, poco tiene que ver este ritual con el monótono pitido de un lector de códigos, ese ruido de fondo.