Respetuosas palabras
S iempre le hago caso a las buenas palabras, a las de primera calidad, que para mí son todas. Resulta incomprensible y en cierto modo desolador, la manía que tiene un excesivo número de personas de utilizar como mucho un reducido número de palabras sin preocuparse por el uso frecuente y correcto de las demás. Esto no significa que no considere el aspecto emocional de quien habla mucho y de hecho no evita el uso repetitivo de una mínima cantidad de ellas. Vasto es el mundo de las palabras y una pena la escasa utilización por parte de esa masa ingente de personas que, por las circunstancias propias o ajenas que sean, desconoce el poder de su maravillosa existencia. Quizá me considere, por ese motivo, el exquisito palabrero, dichoso de implicarme respetuoso y obstinado, con el mayor número de ellas. Aunque comprendo que no deja de ser un sacrificio llevarse los días de fiesta, los fines de semana, los meses de vacaciones, los años sabáticos, las noches de insomnio, las horas de recurrente jaqueca, y los intensos instantes de abstracción, buceando progresivamente en el fascinante estudio que comporta su deferente trato. Trato atento y considerado es el que he dedicado a las palabras durante más de cuarenta años, y que ha dado como resultado que me resulte imposible alejarme de su protección y cálida compañía. Me da miedo pensar en una vida distinta en la que, por ejemplo, para dar forma a los personajes de un libro, se ayudara el autor de un restringido número de palabras. Semejante agresión a la identidad de las cosas, describiría un doloroso mundo en el que yo no podría o no querría reflejarme. Necesito estar en contacto con su lengua, con ese lenguaje que me habla y que de tanto hablarme, me ha originado una adicción que ha resultado ser como un pacto, como un juramento sagrado que no puedo romper. Se ofrecen para escribir y para leer, para investigar y profundizar en el compromiso que adquirí con incontables términos, voces, y vocablos que hacen que me sienta vivo, que tenga y sienta unas ganas inconmensurables de echarme a la espalda un buen zurrón de ellas, bien cargado de frases que se nutren de lo romántico, de lo comercial, de la ciencia y de la técnica, de lo apasionado, de lo metafórico y de una correcta definición que incremente el valor del contenido literario. Utilizo las ofensivas y las vulgares, las que me hacen ser respetuoso, sollozar, criticar, patalear, pero sobre todo, anhelo dominar ese juego de palabras que me permita controlar el universo de fantasía en el que me hallo inmerso, ya que hace tiempo, cuando quise asomar la cabeza al mundo de los adultos, decidí atónito, rehusar a él y quedarme en mi rico medio de vida, porque, como decía Salinger: “Madurar era caer en la corrupción insensible de los adultos”, aunque sea más literario que real, no me importa, aquí siento cómo crece y se desarrolla mi básica pero paradigmática valía, hecha de palabras derivadas y compuestas, y sin cuya morfología no podría alargar el argumento incuestionable de sentirme el auténtico protagonista de una historia cercana y verosímil, donde chico, con facilidad de palabra, conquista chica, se casan, tienen hijos y son felices de forma perenne cual árbol de la vida, sin que nadie, ni nada, perturbe su tranquila existencia de palabras cumplidas.