Réquiem

01 nov 2022 / 16:00 H.
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Nuestras vidas fluyen marcadas por la sucesión del sol y de la luna y de los otros astros que nos sirven como referentes. Y las variaciones meteorológicas cíclicas conforman, también, las pautas para compartimentar nuestro camino por el mundo. De ese modo, para sentirnos más dueños de nuestra existencia, hemos bautizado las estaciones y hemos numerado los años y los meses, los días, las horas, los minutos, con la intención de escribir nuestra historia en algo parecido a cuadernos pautados con páginas y cuadrículas que segmentan nuestro discurrir. Y en ese calendario cíclico, del que nos hemos dotado, hemos reservado un día para asomarnos al otro lado, a ese inmenso océano de límites brumosos y simas insondables en el que nos sumergiremos inevitablemente al final de nuestros días.

Pero somos conscientes de que ese espacio infinito escapa a nuestro empeño por numerar y codificar nuestro entorno. En ese otro lado no tienen valor los números de los días, los meses o los años. Y eso nos frustra y nos produce una gran desazón. Cualquier intento de agenda, de horario, de almanaque, naufraga, inconsistente, y se deshace, en ese mar eterno.

A pesar de todo, nuestra naturaleza nos impulsa a dotarnos de herramientas para ordenar y controlar nuestras vidas. Llevamos milenios tratando de descifrar nuestro entorno e ideando fórmulas para superar nuestras limitaciones a través de estrategias a las que, en conjunto, hemos denominado progreso.

Sin embargo, frente a ese anhelo, siempre tropezamos con una barrera invencible, con un obstáculo insalvable. Se trata del océano inabarcable cuyo ilimitado contorno tratamos de ignorar, a menudo, en nuestra vida cotidiana. Pero su presencia es tan inevitable que, de común acuerdo, hemos decidido dedicar un día de nuestro calendario para contemplarlo. Se trata de la cita que anualmente hemos fijado en el inicio del mes de noviembre para asomarnos a la inmensidad neblinosa del otro lado. Y mientras miramos, en silencio, aquella brumosa infinitud, constatamos que hasta allí es imposible enviar a nuestras naves para que exploren sus archipiélagos, su geografía. Los cartógrafos que se aventuran en esas aguas jamás han podido retornar para compartir sus hallazgos. Y eso nos atemoriza. Porque del mismo modo que, siglos atrás, los primeros exploradores imaginaban monstruos espeluznantes y abismos terroríficos en los límites de los mares, nosotros proyectamos nuestros temores más profundos en el interior del oscuro océano que nos aguarda al terminar la vida.

Sin embargo, si nos acercamos libres de prejuicios hasta su orilla, la serenidad del silencio y la quietud de las olas nos transmiten una extraña armonía.

Aunque, de pronto, la música de la vida nos reclama. Y está bien y es necesario que así sea. Porque debemos movernos con la sintonía del mundo y bailar su ritmo con nuestros familiares y amigos, postergando lo máximo posible la hora del silencio.

Pero, sin duda, también es hermoso reservar al menos un día al año en el que asomarnos a esa playa sigilosa para, desde la distancia, imaginar el plácido baño de eternidad en el que están sumidas nuestras personas queridas, aquellas que se marcharon, súbitamente, un poco antes que nosotros.

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