Relatos de Viernes Santo

10 abr 2020 / 16:16 H.
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Juan y Catalina eran un matrimonio labrador de Jaén, dedicados a las faenas del campo, habitando un antiguo caserío situado en Puerto Alto en pleno Puente de la Sierra. Aunque acostumbraban a cumplir con el precepto dominical en la pequeña ermita del Perdón de la Asomada, para las grandes solemnidades solían asistir a los oficios y funciones celebradas en el Monasterio de San José de Carmelitas Descalzos, situado en la Puerta de Granada. Catalina siempre fijaba su mirada en un oscuro lienzo que representaba a Jesús camino del Calvario con la Cruz acuestas, devoción muy extendida entre los frailes carmelitanos, pues según la tradición Jesús Nazareno le había hablado al mismísimo San Juan de la Cruz. No paraba de rondarle en la cabeza la idea de poseer un cuadro o lámina similar para situarlo en un lugar preferente de la casería, pero el encargo era algo inalcanzable para tan humilde sustento. La hortelana en su mente no paraba de pedir tal favor al Señor y no desistía en sus ruegos silentes.

Aquel invierno fue duro e intempestuoso. No paraba de llover, llegando incluso a irrumpir un rayo de una horrenda tormenta, derribando aquel viejo y enorme pino que daba cobijo y sombra en el emparrado del cortijo.

En una noche de recia tormenta, tres golpes secos y fieros irrumpieron en el silencio, inquietando al matrimonio poco acostumbrados a visitas, sorprendentemente a esas horas de la noche. Descolgando la tranca y abriendo el portón la silueta de un anciano, arropado con manta terciada, surgió de entre las sombras de la noche. Con voz dulce y sonora pidió cobijo para esa noche, pues habiendo visitado los santos lugares como peregrino volvía tras tiempo prolongado a su residencia habitual.

Los hortelanos compadecidos del cansancio del peregrino, como de la vejez del visitante, lo acogieron sin dudar, mostrando la caridad propia de las gentes de este lugar. Pusieron sus ropas a secar junto a la lumbre y con premura se apresuraron a compartir la cena ya dispuesta en la mesa matancera, a base de espárragos ortigales, trucha asada y una libra de pan que había sido cocido esa misma tarde por el matrimonio.

El visitante que tenía un estilo curioso al partir el pan, estuvo parco en palabras; tan solo de agradecimiento. Al terminar la cena una pregunta irrumpió entre las llamaradas de la lumbre encendida de
la chimenea:

¿Qué van a hacer ustedes con el tronco de pino de la puerta? A lo que los caseros respondieron: nada, solo leña. “Les propongo que pasemos el tronco a mi alcoba con la única condición de que no me molesten en toda la noche”, replicó el anciano, a lo que complacientes los caseros trasladaron el tronco al interior de la alcoba, retirándose todos a sus dormitorios para descansar de tan genuina jornada.

Nada se oyó aquella noche, tan solo el rugido de la tormenta que golpeteaba ventanas y puertas casi a punto de estallar. Catalina pudo observar una luz extraña que se colaba por entre las rendijas de la habitación ocupada por el anciano visitante.

Ya de amanecida la cotidianidad volvió a reinar en aquella casería. Apañar el huerto, alimentar la granja, el desayuno... no quisieron despertar al anciano visitante, pues entendían que el cansancio podía más que el amanecer. Llegado el mediodía los caseros extrañados, se preocupaban del estado del anciano. Pasó la tarde y el invitado no salía de su alcoba. Llegada la anochecida, Juan y Catalina llenos de gran preocupación y algo temerosos del estado del anciano, llamaron sigilosamente, primero a viva voz, luego golpeando asustadizos la ajada puerta de la alcoba, mientras una fuerte luz atravesaba la puerta. Decidieron romper la promesa de no interrumpir la estancia del invitado y entreabriendo sigilosamente la estancia, temblorosos, asombrados, casi de piedra, en mitad de la estancia encontraron majestuosa, imponente, una impresionante imagen de un Jesús Nazareno, coronado de espinas, encorvado, portando una cruz sobre sus hombros. Cegados por el resplandor de la habitación, cayeron postrados en tierra, mientras las lágrimas recorrían sus mejillas. Del anciano, del viejecito de “El Abuelo” nada se supo, pues desapareció para siempre. Un ir y venir de gentes de todos los pagos, cortijos y casonas del Puente de la Sierra, inundaron durante días aquella casería que desde entonces se llamó de Jesús. El matrimonio labrador y hortelano decidió donar la bella imagen al convento carmelitano, intercambiando la comunidad aquel lienzo de su iglesia, que desde entonces lució para siempre en la sala grande de la casería.

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