Recuerdos del papel higiénico

24 mar 2022 / 16:16 H.
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En un mundo encorsetado y sin salidas posibles, donde el pensamiento está delimitado y sin resquicios, ¿qué hacer? He aquí la cíclica espada de Damocles. Si pasas a la resistencia, es decir, a la oposición eterna, nunca se transformará la realidad. Si por el contrario colaboras y aportas tu granito de arena, aunque sea modestamente, te encontrarás con que hay que comulgar con ruedas de molino. Dos ejemplos recientes, el envío de armas a Ucrania y el cambio de postura sobre el Sáhara, nos dejan en un mal lugar a los que entendemos que la paz es la solución y nos solidarizamos con el pueblo saharaui, que tras tantas décadas sigue sin un referéndum de autodeterminación, tras la desbandada, y no proceso de descolonización, de España a mediados de los años 70. No cabe duda de que la responsabilidad se ha diluido en subrepticios acuerdos económicos impuestos por la UE, que hace escasos meses cambió su postura, primero Francia y después Alemania. De lo de Ucrania, qué argumentar cuando se pertenece a la OTAN. EE UU regaña a China para que no apoye a Rusia, presionándole, pero lógicamente no se presenta como ningún referente moral, y nadie va a dar lecciones a Pekín, ni marcarle el camino, pues posee su propia ruta. Yanquilandia se pasa las resoluciones del las Naciones Unidas por el forro, por decirlo suavemente. Le robaron a México, acabaron con lo poco quedaba del Imperio español, luego doblegaron dos veces a Alemania y, finalmente, la URSS, esta última en guerra fría, la cual aún colea. Pero con el gigante amarillo no va a ser tan simple y la cosa se podrá peliaguda. Tiempo al tiempo. La OTAN quiere expandirse hasta las mismas puertas de Moscú. ¿Quién recuerda el Pacto de Varsovia? Yo era un niño en 1986, cuando el infausto Felipe González, aprovechando su tirón electoral y el buen momento del PSOE, convocó un referéndum para afianzar la permanencia de España en la Alianza Atlántica. Entonces había dos bloques y no estaba claro qué iba a suceder con la Perestroika, que significa “reestructuración” en ruso, palabra que sonaba en los telediarios. Aquella España salía del blanco y negro pero todavía tenía solo dos canales de televisión. En casa, como lobos, nos peleábamos por la comida cuando mi madre servía la mesa, y los abuelos sentados en la puerta del casino del pueblo contaban historias reales sobre la guerra civil y aseguraban que nosotros no habíamos pasado hambre, porque ellos habían tenido que comer chinches y piojos. ¡Eso sí era pasar hambre! Recuerdo bien algunas historias que se me incrustaron en la memoria como solo se graban cuando eres un niño, imágenes y sensaciones, y pienso en el compromiso y la lucha social, las utopías arrasadas y defenestradas en medio del lodo. Lodo y más lodo, generaciones —la mía, las que vienen después de mí— enfangadas e incapaces de salir del cieno, paralizadas por la inercia y la inacción, por la ideología, la publicidad y la propaganda de este capitalismo avanzado aherrojado en la piel, el consumismo como única vía de escape para calmar la ansiedad y la desesperación de una sociedad hueca, cuando el fin del mundo está cerca, cuando el Apocalipsis se encuentra a la vuelta de la esquina y el papel higiénico, como ahora hace dos años, se agota en los supermercados y las personas se pelean patéticamente, lamentablemente, por llevarse consigo los últimos rollos.

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