Presos en Segura

19 jul 2024 / 09:44 H.
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Lo primero que le sea quitada la señal de la cruz de la vestidura del freyle, y después de eso le sean dadas regulares disciplinas. Y si fuera caballero, séanle quitadas las armas y el caballo; y coma en tierra, sin manteles, y de la vianda de los sirvientes. Y del lugar o escudilla en que comiere, no ose nadie quitar perro, ni gato, ni ave, si allí llegare. Que no entre en Capítulo y que esté el postrimero de todos en la iglesia; que los miércoles y viernes sea disciplinado secretamente; que ayune en esos mismos días, y el miércoles coma vianda cuaresmal, y el viernes, pan y agua solamente.” La regla de la Orden de Santiago establecía claramente las penitencias de los condenados, y todo hace pensar que aquel largo invierno de 1566, don Luis padeció los rigores de su Capítulo XLII, aunque es de suponer que los correctivos no se llevasen a cabo con la literal dureza del texto.

Sin salir del castillo, le habían cambiado de aposento. De la cámara primera del cuarto viejo pasó a la cámara de la torre de la campana, una vez fortificada la puerta de entrada a la misma situada en la parte trasera de la iglesia. Era una estancia, dentro de lo malo, más amplia y confortable, con dos ventanas, una a oriente por la que entraba el sol cada mañana y otra al sur con el mismo horizonte ya conocido desde su anterior morada. Estando como estaba, pared con pared con la parte posterior de la capilla, poca distancia tenía que recorrer para cumplir con las obligaciones religiosas impuestas y asistir a misa los días señalados.

Al principio, la relación con los mandamases segureños debió ser fría y distante. Los unos cumpliendo escrupulosamente sus obligaciones de carceleros y el otro con poco ánimo para entablar conversaciones. Pero el tiempo afloja las tensiones y ablanda las posturas. Por otro lado, don Luis sería un preso, pero un ilustre preso, famoso caballero, con fama de ingenioso, justador reconocido y alanceador de toros bravos, amigo de los grandes y, en fin, un personaje que despertaría la curiosidad y las ganas de conversar de cualquier sujeto que anduviese cerca. Máxime cuando tenían obligatoriamente que verse a diario con él. Por ello, es fácil imaginar que la prohibición real de “que no le hable persona alguna”, si se cumplió, fue por poco tiempo.

Cualquiera que haya vivido una temporada, aunque sea corta, en Segura de la Sierra, sabe que no es que sea difícil, es que es prácticamente imposible que alguien que habite allí se pueda sentir despreciado. La altura, la visión baja y lejana del horizonte, el aire, el tiempo que allí corre sereno, las calles, las piedras, las fuentes, los paseos, la cercanía de las estrellas, provocan una sensación de hidalguía colectiva en la convicción de estar entre gentes que están por encima de los avatares pasajeros de la vida. Y a pesar de las tristezas y amarguras propias de su situación, fue aquí en Segura donde pudo encontrar la medicina adecuada para poner en orden los pensamientos que luego plasmara en su “Miscelánea” a través de unas curiosas y sorprendentes historias que nos llevan a la vida cotidiana de hace quinientos años. Desde que le conocí, no pasa un verano sin darnos un paseo al atardecer charlando de las cosas singulares de España y contemplando juntos en el horizonte la misma puesta de sol. Y es que, si hay que estar presos, mejor que sea en Segura.



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