Pradilla y Jaén

    26 feb 2023 / 16:00 H.
    Ver comentarios

    Con la exposición del Museo de Madrid, “Pradilla más que un pintor de historia”, comisariada por Soledad Alcalá Zamora y Sonia Pradilla, bisnieta del maestro, se clausura el centenario del fallecimiento del pintor; en cuya programación conta la gran muestra comisariada por Wifredo Rincón en Zaragoza; inauguración del monumento al artista, doctamente efigiado por José Gabriel Astudillo, la exposición del Museo del Prado con la cimera pieza “Doña Juana la Loca”. Primera de las tres grandes obras que el artista dedicó a la ciudad andaluza entre las que figura “El suspiro del moro”, mostrada públicamente por vez primera en esta exposición de Madrid con excelentes acuarelas y paisajes que nos desvelan el quehacer de un pintor de aliento goyesco que no esconde su probable y gozosa mirada ante obras de Mariano Fortuny (1838-1874). Se trata de un concepto espacial de renovada pulsión que, en alguna medida, también podemos percibir en Joaquín Sorolla (1863-1923), morada y síntesis de aquella mirada velazqueña que anuncia el entronque con esa modernidad española de la que dio cuenta Édouard Manet.

    Con la muerte de Goya en 1828, la de Eduardo Rosales en 1873 y el nacimiento de Sorolla acaecido tres lustros después que el del maestro aragonés, Pradilla no deja de ser una de las más altas cimas de la pintura española. Nos referimos, sí, a un artista colosal que, como se advierte en esta muestra que contemplo con Luis Javier Gaya, no renuncia a cultivar el paisaje con excelentes resultados. De tal suerte, que hoy, de pretender realizar un estudio riguroso del paisaje español, obligadamente, debería contemplarse el territorio que comprenden los paisajes de Pradilla de modo parejo a los de, por ejemplo, Zuloaga. Se trata de un concepto de paisaje contemplado, pero también vivido que —es el caso de Pradilla— necesitaba tocarlo con la mano. Así los viajes a Granada desde Roma, para dotar de ese aliento de verdad que se respira en los cuadros que a todos se nos ocurren, hijos de aquel chaval que comenzó su vida a la luz del universo rural de un pueblo aragonés cuando finalizaba la primera mitad del siglo XIX.

    Francisco Pradilla Ortiz (Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848; Madrid, 1921), tuvo una carrera tan destacada, como rotunda en éxitos profesionales, a cuyo fallecimiento, el jiennense Matías Gómez Latorre, además de hacer referencia a su habitual indumentaria un tanto astrosa, nos adentra en la personalidad de este soberbio artista así: “Era Pradilla de carácter serio, reconcentrado, muy estudioso, con cultura extensa y un tremendo aficionado a la buena música; yo también lo era por aquella época y juntos íbamos a menudo al paraíso del Real cuando costaba una modesta pesetilla, y a los conciertos de Barbieri y Gaztambide ”. Hijo de una modesta familia, el joven ocupaba el segundo lugar entre los ocho descendientes del matrimonio formado por María Ortiz y Miguel Pradilla, probablemente herrero de profesión. Persona de mermado jornal que hubo de trasladarse a Zaragoza, ciudad en la que, en 1859 el segundo de sus hijos comienza estudios de bachillerato, abandonados prontamente para reforzar la economía familiar trabajando como aprendiz de pintor industrial y, casi inmediatamente, como ayudante del artista Mariano Pescador para realizar, entre otros menesteres, decorados escenográficos. Actividad, que afirmaría en este joven pintor un concepto de espacio absolutamente especial, cuyo desarrollo y maestría se dejan ver en sus grandes obras, llamadas, siempre con cierto temor un tanto cómplice, de Historia.

    Con todo, será en 1865 cuando Pradilla ingresa en la Escuela de Bellas Artes dependiente de la Academia de San Luís, centro local en el que trabaja con tesón y aprovechamiento, más ausente de cualquier horizonte de protección que no sea el de emigrar a un Madrid grandote y un tanto desaliñado que cuesta trabajo abarcar. Obligado recurso ante su acuciante menesterosidad, cuyo afán de superación le lleva a trabajar como pintor industrial hasta su ingreso en la entonces Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado de San Fernando en el curso académico 1866-1867 y el feliz encuentro con el artista Pedro Rodríguez de la Torre (Jaén, 1847; Zaragoza, 1915), primo de Matías Gómez de la Torre (Jaén,1849; Domme-Dordogne, Francia, 1940); primo hermano de Bernabé Soriano de la Torre (Jaén, 1842-1919), en palabras del cronista Alfredo Cazaban: “sabio médico y apóstol de la caridad”. Tres personalidades jaenesas unidas por consanguineidad, distantes en cuanto hace a profesión y destino. Que sepamos, con escasa o ninguna referencia en la ciudad del segundo, más allá de mi publicación “Pedro Rodríguez, Matías Gómez Latorre y otros cabos sueltos”, (1994) Boletín del Instituto de Estudios Giennenses número 153, Páginas: 283-295.

    Articulistas