Política de sueños

10 feb 2019 / 11:03 H.

Los clásicos, en su exquisita prosa, tenían a la política en un pedestal en inestable equilibrio entre lo angelical y lo diabólico. Los no tan clásicos suelen aportar más detalles de la parte demoníaca de la política que de su supuesta entrega a eso tan etéreo llamado “el pueblo”. De “pueblo” debería derivarse el adjetivo “popular” pero, una vez más, los hados de la lengua juguetean cruelmente con las palabras para desvincularlas de sus sentidos naturales y adaptarlas a intereses menos íntegros.

En realidad, quien de verdad cree y está movido por altos ideales deja de interesarse por la política en cuanto descubre que bajo ese manto de “trabajar” por los demás se esconde, o puede vislumbrarse, el taimado objetivo de evitar que los ciudadanos se preocupen de lo que les atañe realmente y se autoconvenzan de ser partícipes de historias concebidas para llevarlos por el camino que las mentes dirigentes proyectan. En el fondo, como decía socarronamente Bismarck, con la briega política y sus resultados pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen ya que así podemos quedarnos con la duda razonable de qué propósito se pretende. La desafección con los políticos y sus acciones ha ido aumentando en los últimos tiempos alimentada por insensatos procesos de corrupción generalizada, argucias impresentables, negociaciones vomitivas o apoyos a planteamientos incompatibles con el bien común. Todo ello no solo sustentado por partidos, digamos, de la vieja guardia a los que se les suponen oscuros manejos propios de décadas en el poder sino, y eso es aun más grave, por alguno de los defensores de nuevas ideas de regeneración que apenas han sobrevivido a sus propias soflamas abrazando los mismos errores que señalaban en “los otros”.

Alguien dijo una vez que “los políticos son iguales en todas partes. Prometen construir un puente incluso donde no hay río” y, curiosamente, siempre encuentran a alguien que apoye sus ideas. No importa si escarbamos en la más rancia de las derechas o en la más iracunda de las izquierdas, ahí encontraremos el seguidor obcecado que es incapaz de mirar más allá de los inmutables postulados de la ideología al uso. Así, político y ciudadano se dan la mano en un tiovivo que gira sobre sus ejes sin que su fortaleza y vigor impregnen a la sociedad. Necesitamos dirigentes con altura que hagan olvidar aquella boutade de Jardiel: “El que no se atreve a ser inteligente, se hace político” y nos dejen soñar con otra afirmación atribuida a JFK que, de llevarse a cabo, nos cambiaría para siempre el rumbo: “Si hubiera más políticos que supieran de poesía, y más poetas que entendieran de política, el mundo sería un lugar un poco mejor para vivir en él.”