Perdido en el limbo

28 jul 2022 / 18:19 H.
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El limbo está cerca, más de lo que creemos. Ofrece obscenamente casinos y complejos residenciales, macrodiscotecas con siete pistas —al menos— y los negocios de las marcas lujosas del boyante Occidente. Cerca también está la pobreza, pero eso no importa. Los guapos y las guapas van allí a prostituir su belleza. Y mucha gente humilde y subalterna para las profesiones más dispares, atraída por su imán económico... Ahí están: es el lugar al que la mayoría de las personas aspira, recordando aquella otra cumbre de toda buena fortuna. Ni hablemos de ecología, sino simplemente de ocio, diversión, consumo y dispendio. De eso se trata. Para eso las vacaciones se inventaron, para que aquellos que ganan su buen dinero vayan a los resorts y disfruten. Y, lo peor, aquellos que no tienen dinero, suspiran por ello. En el fondo, hay una suerte de embudo por el que van cayendo todos, y solo unos pocos nos salvamos, solo unos pocos no queremos, no nos interesa, concebimos el tiempo y el espacio de otra manera. Nos acusan, entonces, porque somos radicales, porque somos inflexibles, aunque no es cierto. La única realidad es que nuestras aspiraciones de pasarlo bien, o divertirnos, son distintas; siguen otros parámetros. En España hay varios limbos, ciudades enteras. Que cada quien observe su ombligo nacional. Pero España es uno de esos países señeros en el mapa, con cientos de kilómetros de turismo bárbaro, construcciones y edificaciones dispuestas para esas hordas de turistas o hooligans bebiendo cerveza como poseídos... gastando su dinero, eso sí. En el reino de la vanidad y la frivolidad, el dinero es principio y fin. Quien no tiene dinero no mama, dice el refrán. Ahí bajan periódicamente los vándalos y los alanos, suevos, visigodos y ostrogodos. También hay rusos, de la madre Rusia. Antes de la guerra nadie se acordaba de ellos. Sin embargo, cuando un oligarca ruso cualquiera, de esos que hay esparcidos por el planeta, acecha las costas de Marbella —y no “Amarrado al duro banco”, como el célebre romance gongorino— con sus millones de rublos, a ver quién le tose. Siempre ha habido clases, se argumentará y, a poco que echemos un vistazo, este querer, anhelar, ansiar todos ser oligarcas es un mal plan para el mundo, porque eso no funciona ni funcionará de ninguna manera. O sea, ¿nadie se conforma con una vida sencilla y modesta, o todos quieren tener cochazos en la puerta y un palacio, jet privado y yate? ¿La prensa rosa no ha creado rechazo, al modo de psicología inversa? ¿Quién pensaba que mostrando esa basura social la gente pretendería otra cosa? Al contrario, quieren ser igual que ellos. Ahí se impone la publicidad desde que se reinventó, tras la II Guerra Mundial, para llenarnos la cabeza de ficciones de felicidad y lujo, haciéndonos creer que vivir bien es imitar a los ricos, gastando nuestro salario en sucedáneos, baratijas y espejitos. La ideología, una vez más, es una estructura falsa: no existe en el sentido de que se toque, pero sí nos habita, nos posee, pues nos llena las ideas de aquello que el poder quiere que pensemos, sintamos o deseemos. Esa ideología de la ostentación, la suntuosidad y el fasto enfoca a nuestro personaje en vez de a nosotros mismos. Acabamos viéndonos en una película, sí, pero en pantalla pequeña y, como quería una conocida marca de refrescos, es una sensación de vivir. No es vivir.

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