Patria perdida
Decía Delibes que la infancia es una pequeña patria. Es extraña la percepción del tiempo y las huellas que a nivel psicológico tiene esa primera etapa de nuestra vida. Se van los días de la niñez mientras chutamos un balón, montamos en un caballito de madera o nos entretenemos con juguetes que quedan apilados en las alturas de un desván o en las profundidades de un sótano. Años después nuestros dedos recorren el polvo de aquellos juguetes, las páginas amarillentas de aquellos comics que nos hicieron soñar, las fotos que llevan todavía la huella del recuerdo tintada en sepia, de unas caras que expresan la euforia de un instante en rostros sudorosos de alegría irrepetible y nostalgia inevitable. Pero a veces el sueño de la infancia se torna pesadilla cuando la violencia se hace presente a temprana edad, cuando una madre es golpeada sin razón, cuando se ausenta el afecto del hogar, cuando el fantasma de las adicciones convierte el caballito de madera en “caballo” de muerte. Es insoportable aceptar como dos inocentes ven truncada una infancia a los dos años. Uno no verá más este mundo, el otro necesitará superar el trauma causado por un monstruo para el cual el inquisidor que todos llevamos dentro pediría hoguera o picota. Un monstruo que jamás tuvo ninguna patria.