Paseos por Jaén

13 jul 2021 / 11:59 H.
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M is paseos favoritos me conducen a las proximidades de la misteriosa catedral de mi ciudad; o al cerro de la cruz y el castillo; o a los parajes del Villacarrillo de mis ancestros, o a las callejuelas del barrio de la Magdalena de mi niñez.

Mi patria, como la de todos los seres humanos, es mi infancia. Por eso mi geografía está cartografiada en las calles, las cuestas, las plazas, los rincones del Barrio de la Magdalena. Mi bandera es un lagarto de piedra de entrañable apariencia, y mi himno contiene los acordes de la preciosa música que compone el chorro de agua que escuchaba al acercar la oreja a la valla del raudal, espacio oscuro, telúrico y fantástico en el que todavía habitan y chapotean todos mis sueños.

Caminar por las calles de La Magdalena, es como ir al germen de la historia de la capital, y también de mi propia historia personal. Intentar que la mirada del adulto converja, a través de un salto en el tiempo, con la mirada del niño; acompasar los pasos de ambos en un extraño sortilegio que solamente es posible en calles capaces de propiciar la magia de las leyendas. Repoblar el paisaje de ausencias que, por la alquimia de la nostalgia, se transforman en presencias. Y en aquella zona está escondido el Palacio del Rey Moro. Le pusieron, tal vez, suelo sagrado encima para tratar de olvidar el poderío de la media luna en estas tierras.

Cuando el sol se oculta y la luna llena de poesía las cuestas y los callejones del viejo Jaén, los lamentos del rey Moro (que llora la pérdida de su palacio) se mezclan con los rugidos del Lagarto en la madrugada de la Magdalena.

Uno camina por las calles de su ciudad, como quien realiza sus cotidianas funciones vitales, como latiendo adoquines, como exhalando paisajes. En otros paseos, por el casco antiguo, imagino, al doblar una de sus esquinas, que descubro la silueta imponente de la gran mezquita. Un edificio que yace, en la actualidad, bajo el templo catedralicio.

La mezquita de Jaén puede que se levantara, a su vez, sobre los restos de una basílica visigoda. Y quizás, la cosa empezara con un monumento megalítico allá en la infancia de la historia. Y después, un santuario íbero, un templo romano, hasta que aterrizó sobre la pista de la Plaza Santa María la hermosa nave cristiana. Y, si consigues conectar con el alma del edificio actual, percibes que en su interior, como en todos los templos, se almacenan los dioses. Uno vigente, el Dios cristiano, pero también durante muchos años aquel solar fue morada del Dios de los musulmanes, y seguro que allí continúan, en pacífica cohabitación; porque los conquistadores derribaron los muros de aquella Mezquita, pero no es fácil expulsar a un Dios, no es suficiente romper las paredes de su santuario. Las divinidades permanecen en el estrato espiritual ajenas a las mutaciones terrenas.

Por eso, Dios y Alá comparten, de algún modo, aquel lugar, y seguramente también permanezcan allí Júpiter, y alguna divinidad íbera, y la deidad del monumento prehistórico. Y algún día, en un futuro, tal vez la maravillosa arquitectura levantada para albergar la devoción actual pudiera ser derruida por un cataclismo natural o por la acción de los seguidores de una nueva fe o de algún materialismo destructivo, y aun así, Alá, Dios, Júpiter y la Diosa íbera, y el sagrado Sol permanecerán, por siempre, inamovibles.

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