Palabras perdidas

05 mar 2019 / 12:39 H.

Palabras que se lanzan como dardos, otras que planean por el aire como si tuvieran alas, otras que van y vienen de un interlocutor a otro como si de un combate de eso que llamáis tenis se tratara, otras tan frágiles como polen en la brisa, palabras que son garfios que se clavan en los oídos, palabras que son ráfagas de viento que empujan a las guerras, palabras que son hilos de sol que calientan las almas. Esas son mis herramientas, O mejor dicho, lo fueron, muchas cosechas atrás cuando nosotros, los íberos, éramos los que pisábamos estas mismas veredas que ahora atravesáis vosotros. Me presentaré. Yo era... yo soy un viejo histrión, un contador de historias, un insecto que revolotea por los caminos, de un campo a otro campo y que toma polen, palabras, de una flor y de otra, de una fuente y de otra, y elaborándolas con oficio puedo ofrecer la miel de mis cuentos a los que se acercan con hambre de historias con las que alimentar su curiosidad. Y me gustaría poder contaros las mil y una fábulas que llevo conmigo en el morral de mi memoria, para haceros reír y soñar, desearía poder asombraros y emocionaros hasta ver brillar vuestros ojos con las chispas de mis palabras.

Pero debéis saber que todas mis narraciones y las de todos los que convivieron conmigo se han perdido. Ni una sola de nuestras historias ha sobrevivido, tantas imaginaciones tejiendo fábulas (una generación hilvanaba, otra cosía, la siguiente zurcía...) y las tijeras del olvido deshilacharon todos nuestros cuentos y nuestras leyendas, nuestras comedias y tragedias, y solo ha quedado un gran drama, el del misterio de nuestra escritura indescifrable que ningún estudioso ha sido capaz de desentrañar. ¿Dónde yacen las lenguas muertas? Se cayeron nuestras palabras, se despeñaron de los labios de los últimos ancianos que conservaban como archivos andantes el recuerdo de su significado y por algún motivo sus hijos y sus nietos no quisieron recogerlas.

¿En qué olvidado cementerio reposan ahora nuestras palabras? Con ellas intentábamos esculpir nuestras mil historias, pero el martillo de la incultura hizo añicos tantos tesoros, tan difíciles de restaurar ahora. Pero todo eso es agua pasada. Imagino que los contadores de historias, los histriones como yo, formarán parte de la más apreciada élite de vuestra sociedad. No como este pobre histrión, que vaga por el tiempo, contando su última historia, su cuento final, que habla de un pueblo orgulloso y próspero, que tenía mil riquezas, agrícolas, mineras, artesanales... pero que acabó dejando morir lentamente sus palabras, sus historias, su cultura. Pero bueno, imagino que todas estas cosas os resultaran ajenas. Sin duda, nada de esto se corresponde con vuestra realidad. Con el tiempo, estoy convencido, habéis aprendido a no dejaros colonizar por ninguna potencia militar que, como Roma en nuestro caso, poco a poco vaya imponiendo su lenguaje, su modelo cultural. Os ruego que sigáis así y que no perdáis nunca vuestras señas de identidad. ¿De acuerdo?... ¿Qué?... ¿Qué palabra tan extraña es la que habéis utilizado para responderme? “Okey”. Es una expresión que me recuerda al extravagante idioma de las bárbaras tribus sajonas. ¡Qué raro! En fin, tengo ya que despedirme de vosotros. Es hermoso saber que los pueblos son capaces de asimilar las implacables lecciones que nos enseña la historia.