País de tontos
Desde que tengo uso de razón, siempre escuché decir a los mayores que en todos los pueblos de España había tres figuras imprescindibles: el alcalde del pueblo, el listo del pueblo y el tonto del pueblo. Con los años pude comprobar que, con muy escasas excepciones, esto es verdad. Las excepciones vinieron después, con la democracia. Ahora hay algunos pueblos en los que el alcalde ejerce los tres cargos. Y ya estoy más seguro de esto cuando veo los juicios que se están celebrando con altos políticos y grandes personajes imputados.
Me quedo perplejo, como ustedes, de que a las docenas de preguntas del juez o el fiscal todos responden que no saben nada de nada. No saben los del caso Nóos, los de la Gürtel, los de los ERE, ni los de la Púnica y tantas causas abiertas como tenemos. Miles de millones de euros perdidos y nadie sabe nada, aunque a algunos les hayan encontrado los billetes en el bolsillo.
Habrá quien se pregunte que si estas personas que han ostentado cargos importantes en el Gobierno o en la sociedad no saben nada de nada, es que hay que ser tonto para aspirar a desempeñar un puesto importante. Cuando uno ve, por la tele, claro, que Iñaki Urdangarin, por ejemplo, no sabe nada de cuándo y cómo se fundó una empresa que ha presidido durante años, ni dónde estaba ubicada, ni cuándo ni cómo cobraba, no conocía a los empleados y un montón de cosas parecidas y, además, lo dice con esa cara de despistado, casi con inocencia infantil, no tiene más remedio que suponer que las cosas importantes de este país están en manos de auténticos incompetentes. Y eso, claro, sin querer ser malpensados, porque entonces esta situación tiene otros nombres.
Lo que sí es verdad es que hacerse el tonto tiene sus ventajas. Me acuerdo de aquel viejo chiste en que un paleto se montó en el tren en un vagón de primera cuando llevaba un billete de tercera. Con el tren ya en marcha, llegó el revisor y le dijo: “Este billete es de tercera”. “Sí señor, de tercera”, respondía el paleto. “Pero es que usted va en primera”. “Sí, señor, en primera”. “Pero es que el billete es de tercera”. “Sí señor, de tercera”. Así estuvieron hasta que el tren se detuvo y el revisor, ya exasperado, le gritó: “¿Pero es que usted es tonto”. “Sí señor, tonto, pero yo he venido en primera”. Y cogió su hato y se apeó del tren tan campante.