Odio y libertad de expresión
El odio es un sentimiento nocivo, pernicioso, no solo para los que profesan el amor al prójimo como valor religioso en sí, también para quienes practican las sanas virtudes cívicas de la fraternidad, solidaridad y filantropía, pero como sentimiento que es, resulta difícil encuadrar como delito. En cualquier régimen de libertades la opinión no es punible y si en virtud de la libre expresión se formulan pensamientos de odio o aversión, para que tenga trascendencia y se pueda penar como delito relativo al ejercicio de los derechos fundamentales, requiere necesariamente un plus —“fomento, promoción e incitación”— o acciones directas; odiar es más profundo, atacar al todo, no a la parte. La opinión libre rara vez merece castigo, salvo que tropiece con la ideología, que es un mal colorante y utiliza siempre la desigual ley del embudo: insultar al Rey, blasfemar al Dios de los cristianos, zaherirlos, hacer mofa de los sentimientos de éstos o informar de la vida privada del adversario es libertad de expresión; el mismo insulto si es a los de mi bando, divulgar conductas de los míos o criticar a los musulmanes es islamofobia, calumnia, “fango” o —incluso— el espantapájaros del delito de odio.