Notas de junio
Era un olor a final. El plástico sucio de los libros, la pátina gastada de sus saberes y sus noches tomadas por párrafos indisolubles que mi padre escuchaba con rigor inquebrantable para conceder la licencia del juego o del repaso. Tieso de munición, mi estuche escolar avergonzaba con su arqueología de supervivencia, médula de esos niños en Babia que pasaban el corte de la disciplina militando en secreto los márgenes de lo que no apresaban sus lentes. Por San Juan, esperábamos a la orilla del televisor un nuevo debut de la selección en los mundiales y España bailaba en las verbenas con el acordeón de Chanquete su transición a lo mismo, pero con la golosina del mar, que todo lo cura, dicen. Confundido de romería, con ese olor a final que traen los veranos, en Campillo de Arenas se cierra un cuaderno de catorce años listo para su calificación. Casi media vida docente atravesada por tres leyes educativas y un sinfín de recuerdos echa a volar de los matraces y las pequeñas batas en que los duendes intentaron sembrar el temblor del conocimiento, al tanto cada mañana de que la verdadera libertad empieza por la cultura. Desobedecer la mediocridad. Nos iba la vida en ello, decían.