Nosferatu: Cien años

19 nov 2022 / 16:00 H.
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U n grupo de reclutas de permiso dominguero husmean en la cartelera cinematográfica del Madrid de finales de los 70. Insospechadamente fijan sus ojos en un cartel desde el que un rostro cadavérico del que sobresalen dos puntiagudos apéndices dentales les impacta de tal modo que deciden dejarse llevar por esa mezcla de espanto, morbo y curiosidad que el póster transmite. Alguien bromea con el parecido de aquel vampiro con cierto “mando” del cuartel, a lo que el resto asiente, riendo, camino ya de la taquilla.

El resto, ahora que se celebra el centenario de Nosferatu, que así se llamaba el film, aparece difuminado en sus memorias, consultadas expresamente para este pequeño flashback impulsado por los actos promovidos por la Universidad de Jaén con tal motivo. Algunos están, —estamos, ya que yo era uno de aquello soldados—, convencidos de que vimos la película original de 1922 restaurada para la ocasión. Otros, quizá más cinéfilos y con la mente mas actualizada, creen que asistimos a la proyección de una de las obras que beben del original de Murnau, concretamente la de Werner Herzog protagonizada por Klaus Kinski, Isabelle Adjani y Bruno Ganz. La una, en glorioso y expresionista blanco y negro. La otra, en vistosos colores, pero habiendo perdido la expresividad de la primera. Incluso hemos puesto sobre la mesa
las virtudes y defectos de ambas, inclinándose la balanza de las primeras con Murnau y la de lo menos conseguido con la de Herzog.

A ninguno nos cabe duda de que Nosferatu, el alter ego de Drácula que solo recuperó su nombre con Herzog por problemas con los derechos, —en la película de Murnau es el Conde Orlok— resulta ser el icónico vampiro que abrió el camino. Y lo hizo con tal despliegue de hallazgos fílmicos que su visionado, aun hoy, nos hace vibrar y altera nuestro pulso acelerando los latidos de nuestro corazón —o ralentizándonos— al ritmo de unas imágenes en absoluto estado de gracia.

Ya que aquellos soldados “nos hacíamos hombres por la Patria” en 1979 es más que probable que asistiéramos en el Cine Proyecciones —en eso parece haber coincidencia— al film de Herzog, pero en nuestra mente ambas películas parecen haberse fundido en una mezcla de la que emerge un solo personaje, una sola figura estelar que vive, como es propio de un vampiro, más allá del tiempo y de nuestra propia vivencia.

Las escenas, quizá en exceso lentas para los cánones actuales, nos asaltan casi sin cerrar los ojos y reinventan el color y el blanco y negro en un mix que trasciende y nos transporta ante aquella pantalla frente a la seguimos siendo los jóvenes de entonces. Las sombras se hacen dueñas incluso de la luz y el miedo se transfunde por nuestras venas mientras nos parece atravesar uno de los ataúdes verticales como puertas hacia un más allá en el que la realidad cambia de lado y nos atrapa. Esa realidad, esa luz del sol, debilita al vampiro en el Drácula de Stoker, pero en Nosferatu directamente lo mata. Cuarenta y tres años después de aquella tarde de cine huyendo del cuartel y cien desde el estreno de Nosferatu en Berlín, los picados y contrapicados amenazadores nos siguen advirtiendo de que la razón, la libertad y el amor, más allá del terror, nos pueden transportar hasta horizontes indefinidos. Transilvania puede estar más cerca de lo que imaginas.

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