No solo la mascarilla

18 jun 2020 / 16:37 H.
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En la Edad Media no existía la identidad tal y como hoy la entendemos. El linaje agrupaba a toda la familia, extendiéndose por ramificaciones y salpicando a lejanos parientes, que sufrían o gozaban de la situación de uno de ellos. Un castigo por una fechoría repercutía en todos, y la ignominia les perseguía generación tras generación, solo hasta que la desmemoria lograba ocultar el pasado. En las representaciones pictóricas, por ejemplo, los personajes aparecen sin marca que los singularice, excepto los santos y las referencias sagradas. En cambio, en el Renacimiento los retratos constituían la instauración de esa singularidad, cada persona se diferenciaba de otra con sus propios rasgos no solo físicos, sino sobre todo psíquicos. La Modernidad rompió esa inercia, y poco a poco se instauró la justificación del individuo como único portador de su suerte o desgracia, de tal manera que hoy se observa una individualidad que se cree a salvo del mundo, más allá del bien y del mal, encerrada en su torre de marfil, sujeto autónomo e independiente, sujeto como sistema (generador de yoes), pero que en el fondo alberga las mismas fragilidades, porque el ser humano es frágil —léase vulnerable o mortal—, aunque exteriormente se muestre con más egoísmo (selfishness, en inglés), en su bucle obsceno, que es su característica principal, entendido asimismo como autosuficiencia: individualidad como indiferencia, normalización, distancia social y emocional, armadura o coraza que se interpreta como legítima defensa... Es decir, un estado de alarma siempre preparado para responder al fuego exterior, como esperando devolver el golpe. Y la absoluta falacia de pensarnos como seres especiales.

Frente al abismo de la individualidad, esa ideología insondable del conocimiento propio, en la inefabilidad del yo, y que abarca una zona pantanosa por la que caminamos en círculos muy lentamente, con botas enfangadas y lodo hasta las cejas, asistimos a una homologación cultural que deriva directamente de la globalización económica. Ya lo denunció Pasolini en la Italia de los años 70. ¿Queremos comer queso feta? Pues ahí vienen varios barcos griegos cargados, surcando el Mediterráneo, pero ¿no sería más fácil intercambiar recetas? E igual con las galletas danesas, o con cualquier otro producto. La internacionalización de la mercancía es otro espejismo del librecambio, para seguir estirando el chicle.

Jacques Lacan hablaba de una “topología del otro”, con la que investigaba al sujeto contemporáneo a partir de sus diferencias, no como cuerpo sino como construcción semántica, gramática del inconsciente, escarbando en sus lógicas, pero no de un nosotros frente al ellos, ni de la ilusión óptica por la que el tú (la otredad) atraviesa al yo y lo configura, porque eso no sucederá jamás. Se trata
de la posibilidad teórica de ponerse en el lugar del otro, pero de su imposibilidad práctica (el horizonte utópico que nunca se alcanza). Curiosamente estas ilusas fórmulas no realizables, y que propugnan un encuentro con la otredad, emergen del individualismo liberal más radical... Y radical, ya se
sabe, viene de raíz. Por eso la mascarilla representa —y es— la disolución de la identidad, su borradura y su cancelación, realidad de un horizonte distópico que antes nunca hubiéramos fantaseado. Ahora que se han puesto tan de moda las series de distopías.

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