Niebla de agosto
Salamanca es una ciudad en la que las preguntas se quedan desiertas tras los últimos exámenes del curso. El sol estira su azafrán incandescente sobre la piedra de los edificios para que los pespuntes del plateresco inclinen los sombreros a la altura de la fascinación: “libélula y metal, cada puntada”, citando un verso de la poeta y profesora María Ángeles Pérez López, con quien compartimos una mañana emocionante. Sucede además en la memoria íntima una extraña mudanza en el aprendizaje, siendo una ciudad de esas que se visitan en los viajes escolares, cuando las fuentes del conocimiento conviven en las páginas y las enciclopedias con que engordábamos ese espíritu hambriento de porqués. Entonces, uno se plegaba al sortilegio de encontrar la rana tallada sobre el cráneo del pórtico de la Universidad, se dejaba embaucar por las grandes naves labradas por los canteros para gloria del Imperio y las leyendas que se exhiben bajo el ocre de los vítores, trufadas con secretos y costumbres de la vida estudiantil de aquellos tiempos florecientes. Sabíamos del arte porque sus formas estaban profundamente vivas en ese misterioso júbilo que la visión otorga a quien apresa el lenguaje de lo inimaginable.
Casi treinta años después, uno se conmueve con otros tesoros patrimoniales. Por ejemplo, las lentes de Miguel de Unamuno. Las lentes con las que fue construyendo su profundo pensamiento y con las que, suponemos, miró de frente a Millán Astray o a Pemán en aquel acto de exaltación de la raza, sobre el atril de un Paraninfo absolutamente enfervorecido por las soflamas de un fascismo que había elegido dicha ciudad como capital orgánica del bando sublevado. Cristales con los que alcanzar las palabras escritas de manera apresurada sobre la carta de la esposa de su amigo Atilano Coco, pidiendo su intercesión para que fuese liberado. Temblorosas pero valientes, agudísimas, palabras con las que hiló aquello de “vencer no es convencer” y defendió a su admirado poeta José Rizal, mártir icono de la insurrección de Filipinas, como signo conciliador de la verdadera grandeza de toda lengua, en respuesta a la violenta superficialidad verbal de los presentes. Lentes con las que hoy podemos acceder a su mirada, libre ya de la utilización de que fue objeto por parte del franquismo, responsable incluso, quién sabe, de su presumible envenenamiento, a tenor de las investigaciones que sustentan trabajos como el documental de Manuel Menchón Palabras para un fin del mundo (2020), tras la sospechosa visita de Bartolomé Aragón la tarde de su repentina muerte, el 31 de diciembre de 1936, para nada el discípulo académico que trascendió en el relato oficial de los hechos y sí jefe de Propaganda y militar falangista de la confianza de Astray. A todas luces, el que fuera firme candidato al Nobel de Literatura de 1935, de no ser por las presiones de la Alemania nazi, —y que acabó ese año quedando excepcionalmente desierto— se había convertido en ese incómodo testigo de irrefutable humanismo que no convenía a la barbarie civil proyectada por los golpistas.
Sobre la vitrina que preside el dormitorio, las gafas plegadas del socarrón erudito refractan esa luz que va de los objetos al diálogo sutil de su contemplación. Pero hay contextos inalienables cuya aparente desclasificación despierta una melancolía que nos imanta hacia su ilusión cercenada, como un aviso para que no nos durmamos —lo decía, ojo, poeta Diego Jesús Jiménez— en esa dulce libertad con la que hemos renunciado en nombre de una frágil concordia a leer, pensar, sentir y amar como propios los grandes nudos de la memoria, en cuyas palabras vivimos aún en deuda, no ya con la paz sino con la altísima verdad del sueño unamoniano.