Mujeres íberas
Somos historias. Somos narraciones. Tratamos de descifrar el mundo y la vida a través de historias. Se ha escrito poco sobre las mujeres íberas. Ellas no han protagonizado, según los cronistas, grandes hazañas, ni han combatido en épicas batallas. Casi siempre se han limitado a actuar como madres y esposas y a ser las transmisoras del linaje. Aunque algunas han ocupado puestos de relieve, como damas y sacerdotisas, se sabe poco de las mujeres humildes que solían hacer los trabajos de la tierra. A los autores romanos como Estrabón y Posidonio les llamaba la atención el espíritu de sacrificio de las íberas, y ellos nos han transmitido narraciones que hablan de estas mujeres. Gracias a las historias podemos viajar en el tiempo y ser, en cierto modo, testigos de lo que aconteció.
Cuentan los escritores romanos que una mujer íbera que estaba trabajando la tierra, en mitad de su jornada, sintió los dolores del parto. Ella trataba de sofocar los lamentos sin parar de trabajar. Y cuentan que, al fin, la mujer dio vida a su hijo en mitad de aquel campo de cultivo, y que después de lavarlo en una acequia continuó su labor para no perder el jornal de ese día.
Es fácil imaginar a los civilizados romanos asombrados ante lo que seguramente considerarían un comportamiento primitivo. Somos cuentos, somos fábulas. Nos contamos relatos acerca de nosotros mismos y acerca de los demás, y de esa manera sentamos las bases para establecer las relaciones con las otras personas y con nosotros mismos. Somos historias. Somos historia. Imaginad, si podéis, que soy una mujer íbera. Yo viví en esta tierra muchas lunas y muchas cosechas atrás. Después mi vida se extinguió, entre tinieblas y olvidos. Pero si os cuento mi historia yo habré vuelto, de algún modo, a la vida.
Debéis saber que yo soy la mujer de la que hablan los antiguos escritores romanos. La íbera que, tras parir a su hijo, continuó la jornada laboral en el campo. No hay nada épico en mi forma de actuar. Tanto sacrificio, tanto dolor, tiene una explicación. La miseria es lo que nos mueve a actuar así.
Mi nombre no se ha recordado, a diferencia de los de nuestros príncipes guerreros o de los de nuestros héroes muertos en el combate. Y sin embargo, en mis días, había muchas más mujeres que perecían en el parto que hombres caídos en el campo de batalla. Y nuestro sacrificio no era un acto de muerte sino de vida. Nosotras no atravesábamos con la espada la piel de los enemigos, sino que tratábamos de dar carne y sangre a las criaturas que harían que la tierra siguiera dando frutos. A aquellos romanos que escribían sobre nosotras les extrañaba vernos parir en mitad de la cosecha para continuar, después, nuestro trabajo. Y no es tan raro que en el campo, que sembramos y cultivamos, recolectemos el fruto de las semillas de nuestro vientre. Esta misma tierra que ahora pisáis vosotros, enriquecida por nuestro legado, por nuestros huesos, por nuestras vidas, por nuestras historias. En realidad los cronistas romanos hablaban de oídas, nunca nos miraron a los ojos, no fueron testigos directos de los hechos que narran. Pero ellos me permitieron perdurar, de algún modo. Qué sería de nosotras, las olvidadas, sin historias como esta que son capaces de traernos de vuelta, por unos instantes, al mundo.