Mi Feria
En las ferias de mi niñez no había ruido. Se escuchaba vocear a los ambulantes ofertando camarones —bichitos con pelo—, patatillas, algodón dulce, barquillos de canela... Las casetas de turrón mostraban delicias para los mayores y garrapiñadas para los pequeños. Con todos ellos se charlaba, se comentaban los pormenores del negocio y hasta se preguntaba por la familia, al ser, por ambas partes, conocidos de años y años.
Los cacharros no eran demasiado abundantes ni variados. Las barquillas las animaba un viejete con una partitura breve y remachada: tarararí, tarí, tachín, pum... Era una especie de disco rayado, sin ostentación, con grandes instrumentos: trompetilla, bombo y platillos.
En otras atracciones solamente se escuchaba los frenazos. Ejemplos: los caballicos, las voladoras, las delicias, la noria... Lo que más ruido producía era el carrusel, pues llevaba un discreto motor, que fallaba más que una escopeta de caña. Los cacharricos antedichos se movían gracias a la fuerza motriz de los esforzados encargados y de algunos voluntariosos, a cambio de darse también alguna vuelta gratis, claro está.
Alguno se preguntará si había música en las casetas de baile. Naturalmente. Buenas orquestas que no molestaban, que permitían conversar distendidamente, incluso cuando se bailaba. Pero, después de décadas de tranquilidad, llegó el estruendo. Recuerdo una caseta de tiro, la de Esteban Tirado Ortega, que, ante el asombro de los viandantes, colocó un micrófono delante de un aparato de radio, escuchándose los programas de las emisoras, música incluida, en un altavoz sobre la cornisa del garito. Niños y mayores nos parábamos ante tal avance prodigioso. Pero, dentro de lo novedoso, el sonido de aquella radio era soportable. El escándalo llegó con las tómbolas. Para facilitar la palabrería de aquellos charlatanes se impusieron los nuevos adelantos. Y así vamos. La música, a todo bombo y a ver el que más puede, ha mandado al exilio al silencio, a la charla amistosa, al paseo placentero. Hay excepciones, pero los mayores no aguantamos el ruido, ni tampoco bastantes jóvenes. Cada feria se nos premia con la afonía, la ronquera y la decisión de ir a la feria solamente un día y va que chuta.
Somos conscientes de que los responsables buscan alternativas, pero, por el momento, sólo son buenas intenciones.