Messi en el Darymelia
L ionel Messi, sobre el césped de un estadio, nunca pareció una persona de la realidad, sino un personaje escapado de un relato de Jorge Luis Borges. Transmite la impresión de que jamás corre él detrás del balón, sino que el balón corre mágicamente detrás de este futbolista diminuto que en el campo se convierte en un gigante bueno de cuento infantil. Messi no juega, inventa, su fútbol remite permanentemente a la ficción, por eso gusta más verlo por televisión, con repeticiones de sus jugadas, como si se tratara de una película de vaqueros de las que veíamos entusiasmados y ensimismados de niños en el cine Darymelia, porque en la grada del estadio huele a yerba y hace frío y quizás un tipo destape de golpe una lata de cerveza, y esa realidad molesta al cuento maravilloso que Messi relata sobre el terreno de juego. Unos aportaron al fútbol el tiquitaca, pero Messi trajo el realismo mágico. El oscuro negocio del fútbol mundial tiene un peso insoportable, que aplastó a Dieguito Maradona. “El Pelusa” entregó su cerebro y sus pulmones al “caballito del diablo”. Pero esa pesadilla no ha alcanzado a ese chico rosarino que se negaba a crecer y Peter Pan lo rescató para la fantasía con un balón pegado al pie. Lo ha escrito el periodista Manuel Jabois: La pregunta retórica que Maradona se hizo a sí mismo delante de Emil Kustorica: “¿Tú sabes qué jugador habría sido yo si no hubiese tomado cocaína?, ¡qué jugador! ¡Qué jugador perdimos! Messi le contestó a la leyenda del fútbol mundial: Habrías sido yo”.
Argentina y Francia disputaron el domingo en la final del Mundial un partido descomunal, estratosférico, casi irreal, sí, pero tuvo tantos cambios de guion, tanto tránsito por lo insospechado, giros dramáticos y felices, y una estética sublime, que parecía una película surgida del trazo de un director cinematográfico vanguardista y genial. Lionel Scaloni, seleccionador argentino, ha logrado lo que ningún político ha conseguido en su país durante casi un siglo: que Argentina funcione como equipo. Como colectivo. Que se asocie. Porque Argentina padece como nación una inexplicable tendencia a la autodestrucción. Exporta talento, pero descarrila como país. Tiene, sí, al mejor futbolista del mundo —“La Pulga”—, o al mejor actor —Ricardo Darín—, hay sensacionales profesionales argentinos por todo el mundo, pero el país se colapsa sistemáticamente en lo comunitario, desde “el corralito” de los 90 al extraño intento de asesinato en agosto de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Scaloni fue un futbolista destacado pero sin brillo, jugó en el Racing y en el Superdepor, entre otros, y tras ganar Argentina a Francia (3-3, por penaltis), quizás en la mejor final de la historia mundialista, compareció ante los periodistas con su hijo en brazos y llorando, dedicando el triunfo a sus padres y agradeciendo los valores que le inculcaron. Lejos del puro habano de Ancelotti con gafas de sol puestas tras alzar en mayo la Champions del Real Madrid. Scaloni ha demostrado que hay técnicos jóvenes con currículum escaso preparados para el éxito, cuando en Europa el universo de los entrenadores solventes parece reducirse a Guardiola, Klopp, Simeone, Ancelotti, Mourinho, Allegri, y pocos más. No llores por mí, Argentina, ríe por ti. Porque Argentina ganó a la argentina. Con épica. Con sufrimiento. Con poesía. Y si alguien se enfada por este triunfo se le dice: “¿Qué miras bobo?”.