Memorias de verano
Hasta donde mi memoria alcanza, y casi debo decir desde tiempo inmemorial, en los pueblos de Jaén, las calurosas noches de verano han sido siempre cortas en horas y largas en tertulias. Cuando los coches no llenaban las calles, y por tanto no estorbaban el correr del aire, la televisión era un lujo al alcance de unos pocos y el aire acondicionado un perfecto desconocido, antes del anochecer llegaba el momento de barrer la puerta de la calle y refrescar el ambiente con una regadera repleta de agua del pozo, que además servía para asentar el polvo de la tierra siempre seca y sedienta. Después de cenar algo fresco y ligero no solo porque los tiempos eran malos y no sobraba de nada en la despensa sino también por mor de no tener problemas de digestión, no vaya a ser que a alguien le diese un cólico de tanto calor como hacía, llegaba el momento de salir a la calle a esperar que ya de madrugada llegase el fresquito que hiciese posible conciliar el sueño y descansar del largo día. Cada cual según sus preferencias o sus posibles sacaba una silla o una mecedora a la puerta de la calle, la madre acercaba el botijo a la entrada y todos se sentaban a sus anchas en la penumbra de la noche más o menos clara según la fase de la luna o la proximidad de una bombilla del alumbrado público, dando por concluidas las tareas del día. Los niños solían sentarse en el escalón de la entrada y a veces se apartaban en corrillos más bulliciosos para seguir con sus juegos hasta la hora de irse a la cama, que solía ser cuando los padres determinaban, siempre más temprano de lo que a ellos les apetecía.
Una vez acostados los niños y recobrada la calma, por fin estamos tranquilos decían los viejos, era el momento adecuado para llegarse al portal de los vecinos, o esperar la llegada de estos, silla en ristre a nuestra casa. En cada tramo de calle, algunos vecinos eran polo de atracción por su especial simpatía o bien porque eran más reacios a moverse de su casa, e incluso porque sus portales tenían mejor posición de cara al viento ábrego que era la bendición de esas noches de chicharras estridentes, el caso es que casi siempre se repetían los corrillos en los mismos portales. Una vez acomodados y tras las buenas noches, la primera frase a modo de prólogo era para constatar el bochorno que hacía y la falta de viento que lo volvía insoportable, igual que la noche anterior y todas las noches de las que tenían recuerdo, ya que en la campiña no llega la brisa y sólo en las noches de viento ábrego se pueden soportar “las calores”. Ni que decir tiene que cuando hay viento solano mejor no salir a la puerta porque se achicharran los sentidos y no hay quien aguante.
Después de hablar del tiempo comenzaba la tertulia de cada día que solía consistir en los hechos acaecidos en la vecindad, lo poco que faltaba para la boda de Fulanito y Menganita a la que alguno estaba invitado, temas de cosecha como que parecía ser un buen año de garbanzos y alcaparrones, lo poco y mal que había cuajado la aceituna por los calores prematuros de mayo, lo avanzada que iba la siega, lo seco que estaba el campo, la enfermedad o muerte de tal o cual paisano, lo bien que había quedado la fiesta de Santiago, la cercanía de las cabañuelas que pocos sabían cuándo en verdad comenzaban y mucho menos cómo interpretarlas y por último y casi con desgana, los sucesos más o menos notables que se conocían por medio de los boletines de radio, las noticias, el famoso Parte que precedido de aquella pegadiza melodía que los mayores todavía recuerdan, llegaba puntualmente a las dos y media de la tarde en Radio Nacional. Y eso era lo que había, el Parte, porque en las demás emisoras no había noticias, quizás porque no podía suceder o acaso no interesaba que sucediese nada relevante más allá de lo que era oficial. Por supuesto que de política no se hablaba, no se podía hablar porque todos tenían miedo de tocar un tema tan vidrioso y lacerante después de haber vivido la guerra. A veces los vecinos no acudían a las otras casas porque estaban enojados por algún motivo y esos enfados duraban años e incluso generaciones, pero en general, la gente solía compartir el botijo y los buenos sentimientos un año tras otros, todas las noches del verano esperando el fresquito en la puerta de las casas. Y a veces el fresquito llegaba y con él se iban a la cama a intentar dormir e incluso soñar con una vida algo mejor.