Memoria de pez
Desde las ruinas del castillo de Tavira, un pueblecito del Algarve colindante con la frontera española, los tejados del sur exhiben un lenguaje blanco, profundamente anestesiado, como bañado por un origen ajeno, que el océano alimenta con preguntas que llegan a las playas e irrumpen en las rocas tallando la belleza con la fuerza del silencio. Tanto es así que los viajeros contratan pequeñas embarcaciones para impregnar los sentidos en el maravilloso azar con que el agua y el viento han ido sacralizando el ángel mineral de sus acantilados. Como paz en deserción de los litigios del verano, los botes ejercen su abandono, amarrados a las orillas del Gilao, huéspedes de un sol que no repudia el frío. Quien camina con cierta delicadeza puede advertir cómo los artesanos fabrican espumas y formas que no están en venta, pero ofrecen añagazas marinas que dan a comer a las gaviotas en sus manos manchadas por la íntima paciencia del ocaso. El portugués es idioma de navegantes. Con él las brújulas dictaron el flujo de las grandes aventuras oceánicas. En la era digital no queda nada de aquella grandeza por la que se alistaban en las expediciones los vástagos intrépidos de cada escudo familiar.
Hay un encanto en los lugares desvanecidos de su pulsión vacacional. Igual que los seres mágicos de los bosques salen a ejercitar cómodamente su libertad cuando los catálogos prescriben su temporada baja, las comarcas costeras abrazan la vida de sus gentes, que salen a las plazas, disfrutan de las calles, se dan el “sí quiero” bajo las cúpulas manuelinas e incluso se sientan a tertuliar en los cafés que en los meses estivales serán colonizados por el vendaval de la ocupación turística. Con ese rubor de quien pisa la alfombra nueva de un corazón ajeno, nos topamos en nuestra visita al antiguo mercado municipal de Tavira con un concierto navideño organizado por la academia musical de la localidad, ante un entrañable auditorio, nutrido con el vecindario del pueblo, las familias de los concitados sobre el modesto escenario y los bohemios del lugar, apostados en las esquinas para agenciarse alguna cuota del botín de inocencia que allí se fue administrando bajo las suaves indicaciones de la directora y los pianistas que, alternando su ilusión sobre el teclado, daban tempo a los esforzados coristas, niños, adultos y ancianos, que poco a poco iban agitando la vieja campanita que cada cual esconde bajo la puerta de su melancolía. Rostros poderosamente luminosos en la culminación de sus ejercicios abrían el croché del recuerdo, la longitud del niño que no sabía nada de lo que para su hora de zarpar tenía preparado el secreto de los mares. De qué poderoso azar acabaríamos siendo dignos consumada la felicidad de los prodigios infantiles. En el viejo idioma de los navegantes la infancia encendía sus antorchas porque nunca abandona en la visión su naturaleza perdida, su cruda ambición de conquista.
Ni siquiera sabíamos que a esa hora los terroristas de una facción del Estado Islámico derrocaban al tirano de Siria y que ahora la prensa internacional llama rebeldes a una organización yihadista que se hace llamar para la Liberación del Levante. Y nada nos sobrecoge en el macabro umbral de tanto terror en la mutación semántica de las causas geopolíticas. Tal vez porque ya sabemos cómo se comporta el casino allí donde la impunidad riega con sangre el concepto de justicia. Perdonen el espóiler, pero cuán demoledor viene a cuento ese final del film “La misión”, de Roland Joffé (1986), cuando, después de cepillarse a las comunidades guaraníes que vivían bajo el protectorado de los jesuitas, martirizando a sus desobedientes clérigos con el beneplácito de la Iglesia, el representante de la corona portuguesa le espeta al cardenal Altamirano, encargado de arbitrar las fronteras del territorio colonial: “No teníais elección, eminencia, nosotros trabajamos en el mundo y el mundo es así.” “No, Señor Hontar” —le responde el apesadumbrado diplomático de la Santa Sede— “Nosotros lo hemos hecho así. Yo lo he hecho así”.