Mecenas del tiempo

    08 jul 2019 / 12:13 H.

    Hace algún tiempo, en los cursos de la entonces denominada Universidad de Verano “Antonio Machado” de Baeza, compartí durante unos días aula, cerveza a la una y cuarto y tapas de caracoles picantes con una estudiante japonesa que había venido a España tras los tópicos de don Quijote, buscándole las entretelas al flamenco. Son las tertulias que se desarrollan en las aulas tabernarias, y no en las académicas, las que más te enriquecen durante estos cursos, diseñados la mayoría de las veces más para satisfacer el deseo irreprimible de hablar de lo profano y lo divino de la vida frente a una copa de vino, que para plantearse a la sombra de un proyector de diapositivas si el mundo en el que vivimos tiene solución.

    A mi condiscípula japonesa, ante una tapa de caracoles picantes, le salía la vena filosófica oriental y, a la primera de cambio, justamente cuando le hacía efecto la segunda caña de cerveza, contraponía el lento caminar de las “cabrillas” frente a las prisas que nos llevan de cabeza todas las horas de nuestra vida. Poco menos venía a decirnos que en su lejano país se tenía la creencia de que si uno se comía unos escalopes de gamo, o un arroz con conejo, adquiría metabólicamente del gamo y del conejo sus irrefrenables deseos de correr y saltar por las calles. En cambio, de los caracoles recibíamos la sabiduría de la cadencia pausada de su lento caminar, lo que hacía posible que se nos alargara la vida a fuerza de estirar sus horas y ensanchar los criterios con los que nos enfrentamos al mundo. “Mardita sean las prisas”, decía con estudiado acento andaluz aquella ciudadana suburbial de Tokio.

    Nos contó que en Japón, cuando alguien va a visitar a un enfermo, en vez de llevarle pasteles —costumbre que tristemente también se está perdiendo por estos pagos— se le obsequia con muchísimas y diminutas figurillas de papiroflexia. “Origami” lo llaman en Japón —de pajaritas de papel y similares—, sin otro motivo que dejarle patente al obsequiado que lo que en realidad se le regala es el tiempo invertido en hacerlas y, sobre todo, la paciencia para no perder los nervios al tratar de componer con una simple cuartilla de papel todos los bichos del Arca de Noé en un tamaño de dos centímetros cada uno.

    Hace unos meses recibí un correo electrónico de mi amiga japonesa en el que añoraba aquellos cursos de Baeza en los que hacíamos “gastrosofía” sobre la vida frente a unas tapas de caracoles. En la actualidad, es cooperante voluntaria en Centroamérica, regalando el mayor y mejor de nuestros patrimonios: el tiempo. En estos días la recuerdo cuando veo las crónicas de muertes en las fronteras entre Estados Unidos de América y el resto de los otros americanos.

    Aquí ya hemos aprendido a disfrutar de la paciencia, comiendo tapas de caracoles y haciendo pajaritas de papel con nuestros proyectos sempiternamente estancados, esperando a que algún día un tren nos saque de este paraíso perdido cargado de resignación. La paciencia tendremos que implorársela a los nacionalistas de taberna, a los pseudoácratas crónicos, a los cuasilibertarios incurables, a los escribanos andariegos que hicimos nuestro el pensamiento del poeta andalusí: “Antes es el vecino que mi casa, antes el compañero de viaje que el camino”. Con el paso de los años no nos queda más patrimonio salvable que unos mostachos desmelenados, irradiando fulgores de plata y curtidos por el humo de cien mil batallas —todas ellas perdidas, por cierto— y el regusto de los taninos mágicos del buen vino bebido en paz y entre hermanos. Eso sí, con la lección bien aprendida de que somos capaces de comernos cualquier cosa, pero no en cualquier sitio, ni con cualquiera. Bien se sabe que todo español que se precie de ello a lo que de verdad aspira en la vida es a que le honren con un pasodoble torero que suene en la romería de su pueblo, en honor de quienes regalan su tiempo para que muchos no se ahoguen en la mala baba de los que creen que nuestra paciencia y las piedras lunares les pertenecen por derecho divino.