MataMujeres
Otra más! —Claro, dice mi hermana. Y yo no puedo creer que nadie lo haya pensado antes en voz alta. Desde que existen registros, 2003 hasta ahora, ONCE AÑOS, han muerto más de 1270 mujeres a manos de sus parejas. Las víctimas del terrorismo de ETA en TREINTA Y SIETE AÑOS de existencia —1968 a 1975— fueron 43 personas.
—Estremecedor porcentaje —digo.
—Sí.
—¿Cómo se explica entonces que, como sucedió con ETA, no se alcen a una todas las voces de este país en contra de esos terroristas MataMujeres? —inquiero, intentando sacudirme el estupor.
—Es fácil adivinarlo —responde mi hermana con ese gesto que pone cuando algo lo ha pensado hasta el agotamiento—: es una cuestión discriminatoria de perceptibilidad negativa.
Ofuscada como estaba yo con tan ácido hallazgo porcentual, me irrito contra mi hermana porque me incomoda que acuda a un concepto tan manido como lo de la “discriminación” —positiva o negativa, hombre/mujer— cuando es evidente que algo también tan manido como ese machaqueo de “en-algo-nos-restamos-equivocando” no logra atajar semejante sangría. Ella ha debido leerme la mirada porque, antes de que yo pudiera polemizar, agrega:
—Me refiero a que la percepción de temor frente a ETA era general e indiscriminada porque ETA mataba indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños.
—Ah, —me enroco a falta de palabras.
—La percepción general frente a ETA —sigue— era que cualquiera podía convertirse en víctima de aquellos criminales, mientras que, en el caso de la violencia de género, el campo de riesgo se estrecha de tal forma que queda reducido a mujeres. Y no a todas las mujeres, sino solo a las que tienen pareja. Y, de entre ellas, a las que tienen una pareja con potencial MataMujeres, que no son todos; de forma que el 50% de la población —los hombres— se siente inmune a tal salvajismo. Otro 25% —las mujeres sin “compañero”— se sabe a salvo por su soledad, obligada, elegida o adquirida. Y un pequeño grupo de “supervivientes” muertas en vida ha sabido someterse de tal modo que ni se le pasará por la cabeza a su “machito” desprenderse a navajazos de tan útil robot multiuso.
Como mi silencio se prolonga, mi hermana sigue su discurso:
—Cuando todo un pueblo se siente amenazado de manera indiscriminada, se echa a la calle con las manos en alto pintadas de blanco. Pero, cuando la amenaza se reduce a las trincheras, no hay muchos en retaguardia que se molesten en dejar lo que ahora se llama “la-zona-de-confort” para meterse en follones ajenos. Como mucho, se sale a la puerta de los ayuntamientos durante el tiempo preciso para hacerse la foto y luego corren hacia sus madrigueras como conejos acosados —galgos o podencos— dispuestos a seguir caldeando su poltrona.
“Mi zona de confort soy yo misma” —había dicho yo pocos días antes, pensando en lo segura que me siento en mi soledad, ajena al peligro de tantas y tantas mujeres. Yo no estaba en peligro porque había sabido guardar distancias, poner muros allí donde otras no...
NO ¿QUÉ?
Entonces recordé la cita de Martin Niemöller: Primero vinieron por los socialistas y guardé silencio porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas y no hablé porque no era sindicalista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque no era judío. Luego vinieron por mí; y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre.
¿Debía concluir que, acaso, yo no era mujer y por eso no tenía nada que temer? ¡Silencio!
¡Craso error! La clave estaba ante mis ojos: era una cuestión de DISCRIMINACIÓN DE RIESGOS y de SILENCIOS CULPABLES.
Si todos nos sintiéramos amenazados INDISCRIMINADAMENTE por el terrorismo de los MataMujeres, como nos sentimos amenazados por el terrorismo de ETA, el país entero saldría a la calle dispuesto a acabar con este nuevo terrorismo asqueroso.
Y no morirían tantísimas mujeres como las que están muriendo.
Y nos sentiríamos muy bien, derrotando este vil terrorismo sectorial que ha matado en menos tiempo más mujeres que las víctimas de ETA.
Esto es cosa de todos, señores. De no callar.