Maravillosamente locos
No hace tanto tiempo imaginábamos que los primeros años del siglo XXI nos traerían una idílica sociedad del ocio en la que trabajando poco —porque el trabajo lo harían los robots— dispondríamos de mucho tiempo libre para la holganza, teniendo para ello una capacidad adquisitiva suficiente para costearnos lo propio del vivir de cada día, y los gastos del divertimento de hacer las cosas que más nos gustasen.
El caso es que las nieves del tiempo ya han plateado mis sienes, y mi bigote ha perdido su negrura, pero no su rebeldía, y cada mañana frente al espejo recuerdo con mayor asiduidad unos versos del insigne andaluz Caballero Bonald: “Somos el tiempo que nos queda”, lo que me lleva a vivir cómo si no hubiera mañana. De la idílica sociedad del ocio surgida de una pretendida jornada laboral de menos horas y más salario con la que soñábamos en aquellos tiempos en los que Neil Armstrong pisó por primera vez la Luna, hace ya cinco décadas, hoy queda más bien poco. Las máquinas y los ordenadores no se instalan en las empresas para que los trabajadores trabajen menos, como se nos hizo creer entonces, sino para que trabaje un menor número de operarios, y los que lo hacen lo hagan por menos dinero, y en un mundo que no se cree que hace cincuenta años los humanos pisamos la Luna.
Cada día nos levantamos con la resaca emocional de haber vivido el día anterior con la sensación de ser menos “ciudadanos” y más “consumidores”, sabiendo que lo que se espera de nosotros es no contravenir los presupuestos generales del estado, siendo más rentables, más dóciles y menos reivindicativos, ante lo cual no tengo otra defensa moral que reclamar íntimamente mi derecho a la pereza, como hizo Pablo Lafargue, el yerno de Marx, en una crítica feroz a una sociedad capitalista y kafkiana que para perpetuarse necesita el motor del “eso es lo que hay” impuesto a los consumidores, en contraposición al “precisamente no es eso lo que queremos” que reclamamos como ciudadanos. En base a eso, cada vez más se le exige a quien aspira a un puesto de trabajo una mayor formación para cobrar menos y trabajar más en una sociedad deshumanizada, donde los momentos de holganza se dedican, sobre todo, a calcular la deuda pendiente de nuestra hipoteca.
Hace algunos días hablando de estos temas con mi contertulio el Caliche, éste me preguntó si —de ser posible— estaría dispuesto a volver a nacer de nuevo y vivir la vida con la experiencia de haberlo hecho ya una vez. Le dije que no. Que jamás renunciaría a mis cumpleaños infantiles celebrados con una tarta casera de galletas María empapadas en almíbar y cubiertas con chocolate y coco, y hecha con mucho cariño por mi abuela Encarna. Nunca me expondría, como un incipiente consumidor actual, al peligro de celebrar algo en el desamor impersonal de franquicias tales como un Telepizza o un McDonald’s, a menos que como ciudadano libre me dejaran colgar un cartelito: “Ama tu trabajo, pero no te enamores de tu empresa, porque nunca sabes cuándo dejará de amarte”, o bien: “Ama tu jubilación, pero nunca te enamores de ella, porque nunca sabes cuándo dejarás de amarla”.
El domingo próximo a las seis de la mañana asistiré a un peculiar concierto en el castillo renacentista de Sabiote. Mi buen amigo, al que quiero como un hermano, Jesús Paulano, me ha convocado para que vea amanecer en vivo y en directo a los sones de la Sinfonía n. 9 en re menor, Op. 125 “Coral” de Ludwig van Beethoven interpretada por la Partiture Philharmonic Orchestra bajo la dirección de Juan Paulo Gómez. Además, aportarán sus voces Natalia Serrano (soprano), Anna Gomà (mezzo), Ángel Luis Molina (tenor), David Gascón (barítono), el Coro Ciudad de Jaén y el Partiture Chorus. Este concierto dará vida a un nuevo proyecto solidario bajo el nombre de “Sabiote en alma” que difunde los valores que la música como energía tiene para movilizar emociones positivas y mejorar la comunicación entre las personas. Renacimiento, amanecer en el mar de olivos, oda a la alegría, Beethoven... ¡Maravillosamente locos para sentirse vivos con todos estos motivos!