Maquiavelo y el orden constitucional

22 oct 2019 / 11:06 H.

La sentencia del Tribunal Supremo sobre el Procés ha dejado desvalido el orden constitucional y con ello también nuestro sistema democrático. Al menos desde el punto de vista de su defensa ante aquellos atentados y violaciones que, por su extrema gravedad, deberían entrar en el ámbito del derecho penal. El problema, sin embargo, es que al máximo órgano de la Justicia en España no le cabía otra cosa que reputar como imaginaria esa infracción de la Constitución, calificando los hechos acontecidos como una mera ensoñación de quienes intentaban manipular con engaño y alevosía a la sociedad catalana. Seguramente no tenía otra salida que condenar por sedición y evitar que se pudiera calificar a esos delitos como simple desobediencia y malversación. Recordemos que el Tribunal Constitucional ya había dejado meridiana y clara la violación radical de la Constitución que se había producido con las leyes y otras resoluciones para la “desconexión” aprobadas por el Parlamento de la Generalidad.

Desde una perspectiva constitucional, que no estrictamente penal, es imposible no tener una sensación de impunidad ante la sentencia que condena a los líderes independentistas. Pero insisto que no tanto por el rigor de las penas por ese delito, esencialmente contra el orden público, que supone la sedición; sino porque entiendo que el “bien jurídico protegido” real que había sido lesionado no era este último, sino la supervivencia misma del orden constitucional. Este presupuesto, tan indispensable para cualquier democracia, me parece que no ha recibido la necesaria tutela judicial. Algo contradictorio en realidad; porque lo verdaderamente decisivo en su momento, cuando fueron encarcelados —provisionalmente hasta el máximo de lo posible— a aquellos instigadores del movimiento independentista creo que no fueron las algaradas, los tumultos o las situaciones de violencia civil que éstos habían instigado, destruyendo con un nivel de intensidad inusitada la seguridad ciudadana. La verdad inconfundible de lo que ocurrió en la calle, pero sobre todo también de lo que tuvo lugar en las instituciones autonómicas, es que se había producido un ataque directo y innegable al Estado constitucional de derecho, a sus estructuras institucionales y de paso —aunque se han intentado apropiar de estas palabras— a las libertades fundamentales de la mayoría de los catalanes.

Me parece que la raíz del problema no está en la sentencia, sino en un Código Penal que aquélla no tenía otra opción que aplicar. Una ley donde no se había previsto un tipo de ataques no violentos, pero con capacidad sin embargo para destruir las estructuras, valores y derechos fundamentales de la Constitución. Es una demostración más de que el legislador ha sido superado una vez más por la realidad. Ya no es imprescindible ocupar con tanques las ciudades, ni invadir con un grupo de uniformados el Congreso, para que nuestra democracia se encuentre indefensa; y con ella también los principios basilares que identifican nuestro modelo territorial; desde la unidad nacional, a la autonomía que en su día aprobaron y en la que han convivido pacíficamente todos los catalanes.

La solución a esta —como se dice en el argot jurídico— “laguna” normativa debería ser una iniciativa legislativa que concite el máximo consenso posible entre quienes defienden ese mismo modelo constitucional. Requiere necesariamente una reforma del Código Penal que ponga al día un delito de rebelión, desfasado y obsoleto hoy tal y como se ha demostrado; o quizás, por qué no también, la creación de un nuevo tipo penal que se adecúe —y condene con la gravedad conveniente— el quebrantamiento del sistema político por vías falsamente pacíficas o incluso “virtuales”. Soy consciente de que esta propuesta se plantearía “en caliente” y que por ahora sólo cuenta con el apoyo de un sector de la clase política, aquélla con la —confieso— me siento menos identificado; pero esto no quita para afirmar que me sigue pareciendo la única alternativa posible para dar cobertura legal contra intentonas de golpistas como la que hemos vivido y podemos sufrir de nuevo en un futuro más o menos próximo.

Esta es una perspectiva que desgraciadamente no debemos descartar en esas mismas instituciones que acabaron ya imponiendo, con el apoyo de una mayoría parlamentaria minoritaria en la sociedad catalana, las credenciales de un inédito y moderno despotismo. Allí siguen estando los Maquiavelos que monopolizan el “verbo democrático” para promover entre los jóvenes el romanticismo de las barricadas; allí se sientan los que han convencido a muchos de las supuestas maldades históricas de un país en el que siempre han disfrutado de superiores niveles de vida; desde esas instituciones se manipula la verdad en forma de “relato” al servicio de una causa escasamente solidaria. Todo para convertir a los ciudadanos de Cataluña en una comunidad unidimensional de siervos adoctrinados que caminan juntos, sin libertad ni pluralismo, hacia la vacua Arcadia de la República catalana.