Macondo se mueve

    01 abr 2022 / 16:40 H.
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    Como cada domingo último de marzo ya nos han vuelto a cambiar la hora. Argumentan los que parecen que saben de estos temas que se hace por motivos de ahorro energético, precisamente en unos tiempos en los que tenemos que estar pendiente del precio de la luz y de un reloj para poner la lavadora y no arruinarnos por ser excesivamente limpios. Aunque en el universo de la tertulia tabernaria en la que me pierdo un rato cada día, hemos llegado a la conclusión de que lo que se pretende con tal medida es jeringarle los biorritmos a nuestras geometrías corpóreas. Y la verdad es que no tienen miramiento ninguno estos eurócratas, porque nosotros —a los que ya las nieves del tiempo nos han plateado el bigote—, acabamos adaptándonos pronto a la nueva hora de nuestra “ligá” diaria, y a ese primer vino que nos entra a trasmano por venir con horario de Canarias, pero la medida va en contra de esos angelitos de Dios, inocentes lactantes, que saben desde el claustro materno que la teta de madre —por donde les llega el yantar diario— no tiene un reloj temporizador como el riego por goteo que pueda cambiarse a golpe de decreto de los burócratas de Bruselas.

    He echado cuentas grosso modo y resulta que en España según el Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), el cambio de hora permite reducir en un 5% el consumo eléctrico en luz, lo que equivale a 300 millones de euros al año, entre viviendas y empresas. El IDAE también calcula que cada hogar se ahorrará una media de seis euros al año, que nos da para tres litros de gasoil y poder ir a comprar el periódico en coche al quiosco más lejano de la ciudad un par de domingos al año.

    Así es que el domingo me fui al bar, y cuando el reloj —estrenando hora “nueva”— nos decía que era el momento de la tertulia tabernaria con sus vinos y sus tapas, el cuerpo me estaba pidiendo unas tostadas de aceite virgen extra con un café con leche. Y sin pensarlo dos veces se las pedí a mi tabernero de cabecera, que si bien es sabido ya que el tiempo es relativo —como decía el sabio
    Einstein— las gazuzas son siempre verdaderas y crean desasosiego de tripas, como
    predica mi contertulio el Caliche cuando
    nos retrasamos en la diaria cita para ejercer de corresponsales de barra. Así es que con
    las tostadas dando destellos de verde oro a
    mi derecha, el café con leche humeante a
    mi izquierda, entre ambos desplegué el
    Diario JAÉN del domingo. Veníamos en él a toda plana los de la Cuchara de Palo, recién entregados nuestros premios el día anterior en Linares. Con cuya lectura pude ganarle la hora que nos había sido quitada el domingo en pos del ahorro energético. Tuve así la oportunidad de ver escrito y con imágenes la preocupación que existe en nuestra tierra por el adelgazamiento paulatino de los presupuestos de nuestros más nobles y necesarios baluartes de referencia para despegar de una puñetera vez.

    Y he de confesar que mientras me empapaba el periódico, dos lamparones del aceite de las tostadas cayeron en sus páginas, que era tanto como ungir con el milenario óleo picual de nuestra cultura el papel en el que se escribe el santo y seña de nuestro presente y de nuestro futuro. Y ante lo vivido el día anterior y lo leído en la mañana del domingo me dije: “Hay quien piensa que Jaén está muerto, ¡y, sin embargo, se mueve!”. Y pensé que tal vez también al maestro Galileo, absorto en los misterios del tiempo, se le caían los lamparones del aceite de sus tostadas en el sepia de sus papeles astronómicos. Y eso, tranquilizó sobremanera mis alterados biorritmos de hijo del Mediterráneo.

    A veces la provincia de Jaén me recuerda todas las metáforas de la narración de Gabriel García Márquez en la que nos relata la increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Por eso fue que el domingo brindamos desde el realismo mágico por nuestra Universidad de Jaén, y porque regresen sus egresados que ahora trabajan lejos haciendo grandes los macondos de nuestros nietos extranjeros.

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