Lucía Carballal, dramaturga

16 mar 2025 / 09:30 H.
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Lucía Carballal, pese a su juventud, 41 años, tiene una voz propia en el teatro español, donde hay destacadísimas dramaturgas, como Angélica Lidell, Carolina Román, María Velasco o Laila Ripoll. Pero Lucía Carballal es Tennesse Williams. Cultiva un teatro culto, a través del cual se intuyen infinidad de lecturas, pero ella lo ha asimilado todo, hasta disponer de un trazo propio, siempre lleno de emoción, inconfundible. Acudo a ver su último estreno, “Los nuestros”, una producción del Centro Dramático Nacional (CDN) en el madrileño Teatro Valle Inclán, y percibo que estoy ante una obra inolvidable, de esas que se quedan fijadas con chinchetas en la memoria, como cuando a finales de los 70 fui también al CDN a las funciones de “Bodas que fueron famosas del pingajo y la fandanga”, de Rodríguez Méndez, o “Noche de guerra en el Museo del Prado”, de Rafael Alberti. Emociona “Los nuestros”, sí, pero es una obra llena de ideas: no caigamos en el error o maldad de ensalzar exclusivamente esa emoción, como con la peor intención se alabó el estilo de Francisco Umbral para ensombrecer su pensamiento.

“Los nuestros” es una obra sobre la familia, como lo era la estremecedora y deslumbrante “Un amigo americano” (2018), que discurría con la cadencia de “La noche de la iguana”, de Tennesse Williams. Lo ha explicado Lucía Carballal: “Hablar de la familia fue la primera motivación que tuve a la hora de escribir “Los nuestros” (...) La familia es ese lugar al que volvemos una y otra vez para aprender a superar los miedos mayores y las mayores dificultades”. Se trata de una familia sefardí que se exilió en Marruecos tras la expulsión de los judíos en 1492, y regresa a España en 1966 con una visita al sepulcro de los Reyes Católicos, donde la madre exclama: “Hemos vuelto”. Ahora esa mujer ha muerto y sus descendientes se reúnen durante siete días, como marca la tradición, en el dolor común. Y empiezan a supurar las heridas existentes en las familias. Ese es el conflicto que plantea la autora. “El dolor no se convoca, no acude cuando lo llamas. El dolor acude sin avisar”, afirma un personaje. Las diferencias del pasado se proyectan hacia el futuro. Las frustraciones. Los viejos rencores. Las nuevas incorporaciones a la familia que encajan o no. Lucía Carballal, hábilmente, no se posiciona ni a favor ni en contra de la institución familiar. Una “prima lejana”, Tamar, dirá: “El Estado se inventó a la familia para que cuiden a los viejos. Porque de lo contrario sería insostenible económicamente para el Estado”. La emoción va y viene, circula a borbotones por las arterias de esta obra inmensa y viva, en los breves monólogos en los que cada personaje explica a los otros qué ha sido de él durante los últimos años, una en Israel, muchos en Madrid, otros en Reino Unido, y Pablo —excelente Miki Esparbé, como todo el reparto—, que se dispone a abandonar su honda vocación de dramaturgo para ser profesor de español en Bristol y tener un hijo con Marina, aunque lo zarandean las dudas, necesita tiempo, y escucha con recelo y afecto los consejos de Reina, su madre, que insiste en que nunca deje de escribir. Reina —magnífica Mona Martínez en la densa herida de su personaje— habla permanentemente desde la autoridad. Todos eran sus hijos. Porque aquí hay también cierta atmósfera de Arthur Miller. Pero, por encima de todo, sobresale el talento de Lucía Carballal, autora imprescindible de la escena española contemporánea. Teatro grande. Personajes con alma.

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