Los sueños nunca acaban

26 sep 2019 / 09:04 H.

Ante los próximos comicios resulta complicado explicar a los electores por qué tienen que votar, qué nos conviene o qué no, cuánto salimos perdiendo si, finalmente, se impone la abstención y sucede igual que en Andalucía, con las maniobras de la extrema derecha. Resulta difícil motivar, y algo tendrá que ver con la desmotivación general que vivimos... Llama poderosamente la atención el desinterés al que hemos llegado, y claro que también sabemos que esto no es de hoy, pues la apatía se viene cultivando desde hace décadas. No se puede revertir una inercia —empuje por decantación por fuerzas desconocidas, ocultas en la sombra de la ideología— que nos ha calado hasta los huesos, volviéndose en cáncer para la sociedad.

La desilusión tampoco es algo de ayer, se viene fraguando en el ínterin de la sociedad del bienestar, en los laureles de la democracia, que se supone que representa el triunfo del contrato social y de la negociación entre sujetos para asegurar la convivencia y las garantías de justicia. ¿Qué otros sistemas nos podrían esperar? ¿Hacia dónde nos hemos dirigido? Cuesta comprender la relación inversamente proporcional entre lo importantes que nos creemos cada uno de nosotros, y lo verdaderamente prescindibles que somos, piezas intercambiables del mecanismo: hasta el hombre más rico del mundo, cuando desaparezca, será sustituido. Pero todos esos tópicos, que suenan a letanías medievales, también los conocemos ya, y lo que inquieta es el ahora, advertidos como estamos de la fugacidad y banalidad del mundo. Aun así seguimos insistiendo, obcecados en el error. ¿Nadie recuerda, cuando fue jovencito, el arrogante espejismo de tener todo el tiempo por delante y sentirse como un dios, con infinita capacidad de sentir?

La vida va cambiando, con los años se evoluciona y afloran dos opciones: recomponer las pretensiones, ajustarlas, o vivir en el fracaso y la angustia de aceptar que aquellas aspiraciones no eran más que sueños de la sinrazón. Pero no quisiera parecer tremendista, ni mucho menos apocalíptico, que se lleva mucho de moda, y siempre sirve a los mismos intereses. Por eso voy a reconocer de nuevo que los sueños nunca acaban —la canción se titula “Dreams Never End”—, a pesar de que la vorágine nos engulla y no haya apenas salidas o alternativas. Es cierto que la utopía se ha convertido en distopía, y ya no se trata de las predicciones de Orwell o Huxley, sino del propio tejido. Es cierto. La supervivencia se erige en un ejercicio de cinismo cotidiano, con lo que conlleva de corrosión del carácter. Asumimos las mezquindades del ser humano como algo constitutivo de nuestra ruindad, de igual modo que consideramos la capacidad de lucha y el vitalismo innatos.

El romanticismo nos diluyó en el laberinto de las emociones, configurándonos como individuos con un yo insondable. Red de túneles en donde la singularidad se halla asegurada, sin embargo nos encontramos ante una suerte de trampantojo en el que, si todos somos especiales, en realidad no lo somos ninguno. El escaso margen de maniobra es más una paradoja que otra cosa, porque —no parece una sensación aislada o quimera— hasta la disensión y la discrepancia se conciben como parte del sistema, fagocitado todo por el capitalismo avanzado, ese que tala bosques y desertiza selvas, este del consumismo que nos consume sin preocuparse por el medioambiente.