Los bárbaros de Cavafis

21 feb 2025 / 09:00 H.
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Febrero tiene esa gracia de ir poniendo terrones de luz sobre los graves asuntos del invierno. De pronto, la casa amanece como un galeón a la deriva de un blanco atronador, hecho a los pájaros que bajan a las crestas del jardín a por pequeños trofeos que alguno de los vendavales fue dejando al aire y al acecho también de pequeños roedores que se apuntan al festín. La memoria extiende, como sábanas recién frotadas en los ríos, ese verde que hubiera manchado su acuarela con pespuntes cítricos que confieren cierto corazón de tregua a este tiempo desesperante. Consciente del pequeño universo que empieza a desperezarse en todos sus nudos nuevamente, con sus madejas abiertas para la golosa libación de néctares y flores, la gata se afana en abrir las puertas que dan a nuestro coqueto remanso vegetal.

Acumulo correspondencia que en otra edad hubiera contestado con presteza, pero busco refugio en ese reino misterioso e invisible que nos abraza bajo estos cielos profusamente limpios donde la sierra lava el desdén de sus aldeas y nos lleva a los caminos para romper la curvatura con que la vida desafuera los cuerpos en sus salvajes inminencias, sus desconsideraciones y el lento expolio de la fecundidad creativa que todo ser humano atesora por el hecho de vulnerar con el lenguaje la materia de su contemplación y desperdicia en el sostén de la codicia pública que para su cuota de espejo gestiona la causa digital, como esa voz que respondía desde su fondo cristalino a la madrastra celosa de la ingenuidad de Blancanieves y que uno de los hermanos Grimm advertiría a día de hoy en la pulsión con que volvemos de reojo a la pantalla donde los jóvenes venden el pálpito de su más genuino deseo por un “tú, mi señora, tú, mi señor”.

Días que llegan como un regalo abandonado por el azar de las corrientes. Y aceptamos y abrimos y dejamos que su enmienda ponga a cero la cuenta de nuestros agravios, antes de que a la mañana siguiente la niebla o el frío nos devuelvan al desamparo de la realidad. Nos sentamos a la mesa con un ojo puesto en el futuro de la guerra y el botín de sus viejos y nuevos valedores que saldrán en los libros de Historia si la clase obrera actual, seducida por las artimañas falaces del casino gobernado por tecnócratas sin escrúpulos, no remedia la calculada reversión de los valores, no ya democráticos sino humanos, que desde esa rebelión de “primero lo mío” va camino de ponernos ante nuevos escenarios de la vergüenza, fuego de escarnio para el ser humano del futuro. Basta con leer entre líneas el permiso que Donald Trump ha concedido a Vladimir Putin y Benjamín Netanyahu para coronar sus respectivos delirios, ante la inefectividad de una Europa debilitada por la ola ultra, en parte crecida por el despilfarro de la ilusión política que supusieron los movimientos ciudadanos cansados de una socialdemocracia demasiado servil con los intereses del gran capital, dejando que los bárbaros de Cavafis se hiciesen con toda impunidad entre nosotros, hasta conseguir el rearme ideológico de los poderes económicos tras el fuerte mordisco a la generación de riqueza que supuso la pandemia de covid-19.

Nos creíamos que la pausa de galeras iba a ablandar a los cómitres, pero, visto lo visto, los que sobrevivimos a la letalidad del virus vamos a tener que echar más espalda para soportar el látigo y el tan tan con que dar doble fuste a los remos. Yo quería hablarles de esa primavera que no llega, pero, igual que toda revolución secreta, necesita de un solo estambre para vivir en la esperanza de los frutos. La esperanza, el único sentimiento que ningún magnate podrá comprarnos. Y mucho menos arrebatárnosla.



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