Lo de Trump

15 nov 2024 / 09:08 H.
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Lo de Trump es lo de Mazón. Y lo de Mazón es lo de Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de raíces judías, superviviente del Holocausto y miembro de la Academia de las Letras, las Artes y las Ciencias estadounidenses: “Esta mentira constante no tiene como objetivo hacer creer a la gente una mentira, sino conseguir que nadie crea nada más.” Así sucede que en el momento de la Historia en que gozamos de la máxima libertad para ir a las estanterías y las bibliotecas y hurgar en las fuentes autorizadas de conocimiento, la dictadura digital nos ha vuelto perezosa la conciencia. Mientras los valencianos, con la ayuda de tantos voluntarios y efectivos desplazados a la zona, se afanan en abrir paso a su normalidad entre los lodos de la descomunal tormenta con que se despidió octubre en el Mediterráneo, las sobremesas vuelven al debate sobre lo que hubiera ocurrido si nada hubiera ocurrido como acabó ocurriendo en la tarde fatídica de la riada.

Pero, más allá de la opinión que uno pueda aventurar sobre lo que ya todos conocemos en el reparto de culpas, hay, pienso, una mayor responsabilidad que nos compete e interpela a la ciudadanía: nuestro nivel de permeabilidad ante quienes manejan el torrente informativo que nos llega desde las redes. Todo desorden alimenta la necesidad de caudillos que pongan mano dura sobre los supuestos ultrajes que perpetra la misma justicia social que nació tras la caída del Muro de Berlín. Pura ironía. Desde la superación de los fascismos europeos, ha existido siempre un abrazo común en el que la memoria estaba sostenida por la vergüenza humana de aquello en que habían derivado los propósitos del progreso. Trump ha ganado unas elecciones que en la víspera electoral denunció como ilegítimas, algo de esperar si, entre otras argucias, su socio y dueño de la antigua aplicación Twitter había sorteado una suma escandalosa de dinero entre los votantes del controvertido candidato.

Al día siguiente, agitamos la razón perdida del pueblo americano, mientras aquí acudimos a las urnas —y al fango— con el voto pegado a las entrañas bajo eslóganes como “que te vote Txapote”, sacudidos de todo tipo de propaganda perfectamente cocinada para bloquear el sentido común y un análisis sereno de la realidad social, climática, cultural e histórica a la que nos enfrentamos. Preferimos validar la mentira a husmear en la génesis de su perversión ideológica. No sabemos qué consecuencias tendrá para nuestras vidas la restitución de Trump en el Capitolio de cuyo asalto en 2021 él mismo se congratuló. Pero sabemos qué consecuencias tiene dejar la gestión a quienes consideran como chiringuitos los servicios de emergencias —mientras ofrecen cargos fuera de la agenda pública—, se jactan de ignorar la improrrogable acometida contra el cambio climático alertado desde hace décadas por la ciencia. O en quienes no hubieran tenido escrúpulos en desconfinarnos para ir —en nombre de la libertad— a los bares, cuando la pandemia de la covid-19 aún demostraba su implacable letalidad. Hemos visto cómo en países europeos de una incontestable tradición ilustrada la tiranía de la desinformación provocaba una fuerte contestación social contra las vacunas que nos salvaron de algo peor. “Un pueblo que ya no sabe distinguir entre la verdad y la mentira” —termino con Arendt— “no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y de juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con un pueblo así, se puede hacer lo que se quiera”. Podemos no ser culpables de perder el relato de la verdad, pero seremos profundamente responsables si, después de tanto, acabamos perdiendo el relato de la vergüenza.



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