Llama un inspector

    09 feb 2020 / 11:13 H.
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    Este título nos recuerda la afamada obra teatral —y luego cinematográfica— que escribió J.B. Priestley a mediados del siglo pasado y que ha poblado nuestros escenarios en tantas ocasiones. Nos presenta, de forma descarnada, la desasosegante idea de que cualquier acción que llevamos a cabo, aun las más cotidianas e irreflexivas, pueden conllevar insospechadas consecuencias. La obra nos sitúa en mitad de ese todo social del que formamos parte indisoluble y en el que, por tanto, somos corresponsables de lo que acontece. El inspector que llama a la puerta de la familia protagonista de la obra no es otro que la propia conciencia, la asunción de que nuestra imprudencia o ese inadvertido “mirar hacia otro lado” que oculta el miedo a enfrentarnos con una realidad que nos sobrepasa, nos pasará factura.

    Otro inspector, en este caso de Educación, ha llamado recientemente a nuestro concepto de qué, cómo y por qué educamos. Jesús Rul, que así se llama, ha publicado un libro cuyo título, “Nacionalismo catalán y adoctrinamiento escolar. Estrategia y práctica de control social y modelaje conductual” ya nos advierte de lo agreste de su recorrido en una sociedad como la que retrata. Tanto es así que las librerías de un puñado de territorios catalanes se han negado a publicitar, presentar e incluso vender el libro bajo excusas ligadas al miedo al enfrentamiento con las fuerzas vivas, independentistas y excluyentes, que dominan aquel panorama. No me resisto a transcribir sus palabras: “Existe una inculturación social que provoca un rechazo inmediato a todo lo que sea sospechoso de ser contrario a la ideología nacionalista. El nacionalismo penetra dentro del marco mental de las personas creando una presión indirecta que lleva al autocontrol y a la autocensur. Los ciudadanos dejan de tomar decisiones que puedan molestar a los nacionalistas, por miedo a lo que les pueda pasar si son apuntados en la lista negra".

    Ese nuevo tipo de exclusiones, de silenciar al disidente de lo impuesto desde las élites imperantes que no representan siquiera a la mayoría, se basan -y aquí enlazamos de nuevo con la obra de Priestley- en la dejación de funciones de quienes nunca debieron aparcar los sistemas educativos en manos no siempre inocentes, equidistantes o sencillamente imparciales que tratan de inculcar en las nuevas generaciones postulados sesgados e interesados. ¿Culpables? Todos tenemos parte de responsabilidad. Levantar la voz contra la manipulación y el adoctrinamiento debería ser el santo y seña de una sociedad inclusiva, abierta, dialogante y sensata. Nuestros hijos, las nuevas generaciones, no merecen ser guiadas con visiones que cercenen su libertad, su capacidad de crítica y su futuro.

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